Una de las imágenes más románticas que yo tenía de la maternidad, incluso años antes de ponerme al tema, era verme paseando de la mano con mi niño pequeño. ¡Qué bonito!.
Pero la estampa a día de hoy es otra bien distinta. Mi hijo camina en cualquier dirección menos en la que tenemos que ir y como vea que voy a ir a corregirle el rumbo, ¡casi echa a correr mientras se parte de risa!. Eso si camina, porque en la calle va más pendiente de todas las guarrerías microscópicas que tiene el suelo que de caminar.
Y es una pena porque con lo bien que lo hace ya y el aguante que tiene, a estas alturas podríamos pasear en muchas ocasiones sin necesidad de carrito... pero de momento es impensable. Los pocos días que el tiempo ha dado una tregua y le he llevado a la zona infantil de los parques, le llevo con la silla hasta los cacharros y ahí le dejo, porque si intento llevarle andando, aunque sean 30 metros, podemos tardar más de 15 minutos y al final acabaría yo llevándole en brazos.
Me pasa igual cuando vamos a algún sitio que casi aparco en la puerta. Me da mucha rabia llevarme la silla, pero es que aunque sean poquitos metros, su colaboración es nula. Le bajo del coche e intento que mi expresión corporal no denote hacia dónde tenemos que ir, para ver si así tengo suerte y camina hacia la dirección correcta. Pero debe llevar un chip de serie para leerme la mente porque ¡siempre elige el sentido contrario!. Al final toca brazos si no quiero llegar tarde y, la verdad, yo no tengo la espalda para estos trotes, ¡me deja molida!.
He probado a llevarle de la manita, algo que le gusta bastante, al menos dentro de casa. Pero en la calle ya no cuela. Luego probé a cogerle del bracito, que es más difícil zafarse, pero también se rebela y enseguida le suelto, temo hacerle daño. Además, como se empecine en no querer hacia un sitio, al final se sienta en el suelo y entonces sí que ya no camina ni un paso.
Con razón decíais lo de la espalda cuando empezara a caminar...