Probablemente, mientras caminamos por la vida, todos nos movemos con indecisión, huérfanos de una brújula que guíe nuestros pasos o de un manual de instrucciones que nos sirva para elegir la ruta más adecuada o el punto cardinal hacia el que mejor dirigirnos. De nada vale la experiencia; de nada valen los consejos que los demás nos brindan; de nada vale el cálculo. Existe siempre una porción de sombra, un salto que debemos dar de forma intuitiva. Y sólo cuando aceptamos esa gelatina cuántica logramos una cierta paz interior.
En Camino de plata, la dramaturga Ana Diosdado nos presenta a tres personajes que no saben cómo manejar el timón de sus vidas, y que buscan ayuda de formas muy variadas (y también muy desesperadas): el psiquiatra Fernando Navas, que ocupa su tiempo en la atención de sus pacientes y que experimenta, una tras otra, con relaciones esporádicas y superficiales; Paula, esposa de un conocido suyo, que le es encomendada para que alivie su depresión (ocasionada por su marido, que planea abandonarla e irse con una amante); y Mari Carmen, que trabaja para Fernando y necesita algunos ingresos más para comprarse una casa. En realidad (lo vamos a ir descubriendo paso a paso), todos ellos se encuentran heridos por causas más hondas de lo que se avienen a confesar. Pero la autora, que es muy hábil, introduce otros personajes invisibles, que gravitan sobre ellos y que sin lugar a dudas condicionan sus existencias: un paciente joven que busca en el acatamiento o en el suicidio la solución a sus graves problemas de autoestima; un marido que comprende que ha cometido un error y pretende, tras dar marcha atrás, ser entendido y disculpado; un novio al que desmorona la drogadicción y que termina huyendo hacia horizontes menos confortables.
Avanzamos como ciegos por la vida y, desesperados, suplicamos bastones, muletas, hombros sobre los que llorar, corazones que se acompasen con el nuestro, músicas que nos arrullen y nos digan que todo va a ir bien, sillones en los que descansar, certidumbres que nos conforten. Animalillos sin cueva donde dormir. Niños perdidos.
Y Ana Diosdado lo dice (siempre lo dice) maravillosamente.