Canción de amor número trece, por Roberto Araque

Publicado el 12 octubre 2013 por Javier Flores Letelier

Te quiero con todo mi semen, así será por toda la eternidad y más allá. No es lo más romántico que se le puede decir a alguien que ha compartido un pedacito de su vida, pero creo que entiendes a dónde quiero llegar.

Recuerdo los buenos momentos, también los malos. Anteriormente caminábamos por la playa, o el parque, conversando aun cuando no teníamos de qué hablar y siempre que llegábamos al final del camino nos volvíamos para seguir con pláticas que ya habíamos tenido, tengo la impresión que queríamos mojar el agua un poquito más cada día o inventar memorias para no andar melancólicos. Al final, cuando decías que te marcharías, buscaba excusas para que te quedaras, y siempre lo hacías, aunque después de todo ambos sabíamos que lo inevitable es inevitable e impostergable al mismo tiempo como el segundo que se nos fue en ese beso robado que nunca existió; como esa luciérnaga que titiló a lo lejos y no alcanzamos; como la botella de ese vino que se derramó; como tantas cosas que pudieron ser y no, jamás. Y así fue, jamás, jamás y nunca más.

No sé por qué te esperaba, tal vez quería escribir tu nombre sobre las olas para que entendieras que te quería con el alma, pero lo nuestro no podía ser; tú lo sabías y yo lo olvidaba de vez en cuando. También recuerdo que recopilábamos cintas de Dragón Ball quizás en la búsqueda de esa infancia perdida o traumada y, a veces, compartíamos un café o un té – porque nunca te gustó el café y, a pesar de eso, con no poca frecuencia te lo tomabas fingiendo que te agradaba -. Era algo bonito compartir contigo, sin embargo lo que más extraño es tu lado perverso. Y esas peleas; por asuntos de trabajo o mi vida familiar. Porque eras dominante, nunca te gustó compartir y sin embargo ambos sabemos lo lejos que llegamos o lo cobarde que fuimos.

Discutíamos, no obstante, eso se solventaba cuando te echaba una buena cogida o, si se podía, una mamada en algún baño, oficina o escalera. Hacíamos tantas cosas buenas en esos momentos. Por un momento pensé que el tiempo no existe, que era un invento de algún loco y podríamos… Rememoro tus acrobacias sexuales sólo para tener una erección con mi mujer. Me encantaba cuando te lo tragabas, lo escupías, lo frotabas entre tus pechos o untabas un poquito en un dedo, te lo metías en el ano y después, del mismo dedo y sin pudor alguno, lo chupabas todito. Hacías cosas que muchas mujeres ni se atrevían a imaginar y por eso te adoraba de la forma más pervertida, y también, al mismo tiempo, como un niño al romper su juguete preferido te lloraba. Asimismo me extasiaba saber que sonreías y disfrutabas haciendo todo lo que te pedía. Una cosa es hacerlo, otra sonreír mientras lo haces y una muy diferente es disfrutar el momento. Contigo tenía la certeza de que te deleitabas con mis porquerías de principio a fin. Incluso el día que te planteé lo de la lluvia dorada y me respondiste con una sonrisa. Parecía que pensabas lo mismo que yo; y te rocié, y sonreías, y abrías tu boca, y tragabas. Disfrutabas tragándote todo. Porque cuando se goza lo que se hace puedes notarlo en cada fibra, gesto, movimiento, mirada, gemido o en el silencio había alguito de placer. Inclusive en tus quejidos había algo de lujuria, por eso no me detenía aunque gritabas que parara. Y no hay nada mejor para un hombre que tener la certeza que hizo sentir a su pareja. Eso es bueno para el ego, caminar con los pantalones bien puestos y estrujarse el entrepiernas pensando que tienes un misil nuclear entre las bolas. Sentirse macho, bien macho como los emperadores romanos. De igual forma me gustaba cuando decías que lo tenía enorme, sabía que mentías; sabía que te habías tragado cosas más grandes pero lo hacías tan bien que me gustaba y te creía, aunque te dijera que no. Pervertidos, pervertidos, pervertidos; eso somos y nos gusta.

Después de todo ese huracán he llegado a la conclusión que en una relación son indispensables dos cosas; las mentiras y el sexo. Las mentiras son verdades apetitosas. Ambos sabemos. Además de esos dos, nada más. Algunos dicen que el dinero, pero he visto solterones con millones en el banco o en relaciones disfuncionales. Si coges bien, o te cogen como te gusta, la relación funciona. Amor sin sexo sólo en la escuela, cuando ser novios significaba caminar tomados de la mano, darse un besito en el recreo e ir al cine. ¿Te acuerdas? fingir bostezar para abrazar a tu acompañante. Eso es muy bonito; decirle a tus padres que tienes una novia y ellos sonríen porque saben que eres un chiquillo que cree ser grande. Mentir, mentirnos, mentirles, cogernos, cogerte… sólo eso importa. Porque el amor es sangre, sudor, saliva, semen y mierda. Ambos sabemos que el amor es cochino, pervertido y mentiroso. Nadie habla de lo que hicieron la bella durmiente y su príncipe cuando trancaron la puerta de su dormitorio. Qué clase de porquerías hicieron la bella y la bestia cuando se encerraron en su palacio. La bella cuando aceptó a la bestia pensó en qué clase de animal tendría en su vientre ¿le atemorizaba o le gustaba? ¿O quizás ambos? ¿Al verlo convertirse en un príncipe se decepcionó o sintió un alivio? Pues no lo sé, mas fue una decisión valiente.

Pero no te digo esto por decírtelo, tampoco busco una reconciliación o, como dicen muchos, un último polvo. No, deseo contarte algo:

Hace algunos días acompañaba a mi hijo mayor a un partido de beisbol. Como ya sabes está grande. Por cuestiones de la vida – cosas que suceden- uno de los jardineros se lesionó en la segunda del noveno. En el banquillo sólo quedaban tres chicos; un gordito, el hijo menor del entrenador y un chico flaco y alto. El entrenador optó por el flaco, lo envió a cubrir el jardín izquierdo. Movió al jardinero derecho al centro y al que estaba en el izquierdo lo puso en el derecho. Creo que fue lo mejor que pudo haber hecho. El partido parecía estar complicado, favorecía al equipo de mi hijo; ganaban 9 carreras por 8 y tenían dos out en la cuenta con un hombre en primera. Sé que no te gusta el beisbol, pero entiendes qué te digo. Ya te podrás imaginar qué pasó; el flaco dejó caer una bombita; el chico ni siquiera corrió, parecía que la pelota lo buscaba a él y aun con eso la dejó caer. Se congeló. Pero eso suele suceder, lo que no ayudó mucho fue que, además de dejar caer la bola y estar tieso por unos segundos, su lanzamiento al plato fue peor de lo esperado. Ni siquiera llegó a segunda base. El chico de segunda tuvo que correr en dirección al jardín izquierdo para recoger la bola y lanzarla con la esperanza de agarrar al jugador en la goma. Pero los chicos del otro equipo parecían unas gacelas. No te voy a decir que el partido no estuvo emocionante. Fue el mejor partido al que ido, me hubiese gustado que estuvieras allí; te hubiese cagado de la risa con todo el despelote que se formó cuando declararon quieto al chico en la goma. Porque, con todo y la metida de pata del flaco, el tiro que realizó el chico de segunda fue bueno. No obstante, trato de ser imparcial, estaba quieto. Creo que el entrenador colocó al flaco en el jardín izquierdo pensando que no pasaría nada por allí, pero no fue así. Lo primero que hizo el entrenador del otro equipo fue explicar a su pupilo cómo batear en dirección a esa posición. A mí me pareció que el chico era algo melindroso como para colocarlo a practicar un deporte; debieron inscribirlo en cursos de arte, poesía, música o diseño. Sin embargo, ese no es mi problema cada quien educa a sus hijos como les da la gana. El coach hizo lo que pudo. Fue la mejor opción, porque el hijo pequeño del entrenador no tenía la edad para jugar y el gordito no creo que pudiera correr. Claro, allí entran los sis. Si hubiese colocado al gordito en el jardín izquierdo se podría haber extendido el juego; la pelota le cae cerca de su posición, realiza un lanzamiento, mas o menos decente, a segunda y el jugador que estaba en primera no pasa de tercera base en el mejor de los casos. Aunque eso no es seguro, pues nadie sabe lo que acontecerá. Lo cierto del caso, perdimos. No vi al padre, ni a nadie de la familia del flaco en el público, me dio cierta pena. No quiero imaginar cómo debió haberse sentido aquel chico. Se notaba que ni siquiera le gustaba el beisbol, quizás lo inscribieron obligado. Tú sabes cómo son algunas personas, pero eso no tiene nada de malo. A mí nunca me gustó el fútbol, pero de chico me inscribieron en un equipo. Practiqué hasta los 18, por complacer. Tú lo sabes. En aquella época no te conocía. Y te conté tantas cosas que comprendimos. Sí, entendimos; somos dos gotas y nos deslizamos por un ventanal con vista al parque aquel. Pero no quiero seguir. El chico se marchó, busqué a mi hijo y lo llevé de regreso a casa. En el camino ellos conversaban acerca del partido; la gran metida de pata. En algún momento mi hijo llamó marisquita al flaco. No me contuve, lo reprendí y le dije:

-El chico no es ninguna marisquita; sólo es algo melindroso, pero homosexual no. Los maricas de verdad son unos pervertidos y a ese chico sólo le hace falta entrenar.