Aún centrando su actividad en las corridas de toros, Canito ha sabido captar como nadie la identidad española, testigo excepcional de su transformación, vigencia o involución. Francisco Cano no tiene el compromiso con la modernidad de Ouka Leele, no pretende el glamour carnal y desnudo de Helmut Newton, ni se asocia a la provocación visual de Man Ray. Puestos a citar a los grandes nombres de la fotografía, Canito tiene mucho de la intuición de Robert Capa, así como de la crónica social de Annie Leibovitz. Porque no olvidemos que cuando Canito comenzó su andadura fotográfica, nuestro Hollywood patrio se ajustaba en un traje de luces; Belmonte, Dominguín o Manolete eran las estrellas más resplandecientes de aquella gris España, nuestros Brando, Bogart o Dean, que exportábamos más allá de las fronteras y que para muchos pasaron a ser el sueño mítico e inalcanzable. Y Canito, como un Forrest Gump de la fotografía, siempre estaba allí, en el momento justo.
Las actrices americanas más bellas y salvajes, los toreros repeinados y escuálidos, los poderosos políticos locales, las cupletistas de moda o los novilleros envalentonados pasaron a formar parte de las fotografías de Canito. Me he encontrado con Canito en los más diferentes puntos de la geografía nacional, con los zapatos manchados de albero en los alrededores cafeteros del Coso de los Califas, por la jaleosa plaza de Zabalburu, camino de Vista Alegre, en Bilbao, haciendo tiempo en Ventura, junto a la Maestranza, por las multicolores calles que desembocan en Las Palomas, en Algeciras, saliendo de un bar con olor a anís y café del negro, en dirección a Las Ventas. Canito anda ya por los 97 años, lo que no le supone el menor obstáculo para seguir configurando la memoria colectiva de este país gracias a sus fotografías. Un país que, por suerte o desgracia, sigue íntimamente ligado a las corridas de toros.
Cada vez que me topo con Canito mi imaginación se dispara y creo verlo a bordo de un Buick, en compañía de Sidney Franklin y Ernest Hemingway, a la busca y captura de una venta en la que tomarse una última copa. También lo imagino en un reservado de Chicote, prometiendo no usar su cámara para desgracia de nuestra curiosidad y salvaguarda de alguna honra mancillada. O en un tentadero en Gómez Cardeña, rodeado de norteamericanos o japoneses para deleite del anfitrión, Juan Belmonte, inquieto activista hasta que decidió apretar el gatillo de su Lugger. Pero, sobre todo, a Canito lo imagino en aquella funesta tarde de Linares, despeinado y sudoroso, ante un Dominguín dispuesto a jugarse la vida en cada curva. A Canito siempre se le recordará por la fotografías de Manolete, en aquella negra corrida de agosto en Linares en la que perdió la vida. Las imágenes de Cano no tardaron en dar la vuelta al mundo, reproducidas en Le Monde o New York Times. Unas fotografías que le han reportado la fama, la gloria de la memoria; reportes a los que con gusto habría renunciado, con tal de no haber sido testigo directo de la tragedia del torero cordobés. Ha llegado el momento de los homenajes, de compilar y difundir su extensa obra, de reconocer la intensa trayectoria de un fotógrafo único, Canito. Mejor ahora, con la cámara aún colgada de su cuello y la inconfundible gorra blanca cubriéndole la cabeza.
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