Creo que los malditos existen y el poemario de Héctor Castilla es una forma de adentrarse en ese mundo de las márgenes, de la vida que vibra en la periferia,en la noche como un espacio ucrónico para los súcubos.
Devoré anoche este libro, publicado por Balduque, porque me recordó que hay una realidad paralela que cultiva inexorablemente el placer del dolor y de la autodestrucción. Porque el poeta murciano quiere usar la reivindicación para crear literatura y no al contrario;su poesía no se puede calificar dentro de una literatura social. Castilla es testigo de la injusticia y de los atributos malignos de la soledad; ese testamento es el que utiliza como material literario para construir su propia versión de la realidad y de sí mismo.
Lo mejor de Héctor Castilla es esa esencia a Vilas que subyace en cada poema, la herencia de letras rockeras y de ese soniquete amargo, pero seductor, de las letras de Dylan. Lomejor del poeta murciano son esos finales rotundos, unas codas que cierran cada poema como una última extenuación porque lo anterior es una decadente mirada a las calles, a sus espectrales criaturas, a los interiores de bares y pubes como catacumbas de un tiempo perdido donde la supervivencia es la clave de cualquier proyecto de vida.
Castilla es eficaz con la técnica, porque el autor sabe que lo literario perdura sobre la protesta y su testimonio,a través del recurso, será perdurable, suficiente para lastrar durante mucho tiempo esas excrecencias que acumulan los perdedores dentro de sus pensamientos.Cantando en voz baja ha sido una revelación, una manera de posicionarse ante la poesía, lejos de los tópicos de muchos poetas sociales que renuncian a la literatura porque no saben o porque les puede el sensacionalismo de lo inmediato.
Castilla ha superado no cae en ese juego y sus poemas en mí han hecho que siga tomando a los ausentes, a los solitarios, a los adictos, a los tahúres como los héroes de unos momentos, los nuestros,que van a la deriva. Enhorabuena, Héctor, y un placer publicar contigo en la antología En legítima defensa, de Bartleby editores.
Ella usa las palabras
como navajas sobre objetos blandos,
y al volver a esta casa
alquilada yo recuerdo que finge
ser respetable en la cola del supermercado;
y sé que si le fuera posible desearía
una voz con menos ira que la propia
ahora que toda la casa es sólo
un sofá con una manta que nunca
llega a cubrir los pies.
Ambos sabemos que escribir
es fracasar como nadie se atreve
a hacerlo. Me parece
tan torpe afirmar que ya somos libres;
sólo nos queda la costumbre:
ese hábito de no saber vivir”(pág.24).