Pocas estrofas incorporan mayor pesadez formal que los pareados, cuyo ritmo tedioso y machacón ayuda eficazmente, salvo raras excepciones, al florecimiento de los bostezos desde la línea vigésima. Pero el argentino Manuel Mujica Lainez (1910-1984) tuvo el coraje estilístico y poético de servirse de ellos para elaborar esta crónica, apolínea en la forma y dionisíaca en el espíritu, de su Buenos Aires natal. Casi un centenar de páginas sin salirse del esquema de los pareados (alejandrinos, además) podría inducirnos a sospechar que la monotonía, el runrún soporífero o la condición chata impregnan el texto, pero esta suposición se diluye en cuanto buceamos en las primeras hojas y sentimos la embriaguez de la mejor literatura: léxico amplio, ritmo sabiamente dibujado, mujeres que bordan banderas patrias, pólvora cuyo olor se extiende por la llanura, galopadas de potros, salones virreinales, caserones criollos, testaruda sangre vasca mezclándose con la sangre indígena, heridas que se reciben con heroísmo… Todo el universo bonaerense aparece condensado aquí, desde que Juan de Garay fundara la ciudad en 1580, y en él burbujean los nombres de Pedro de Mendoza (de la estirpe del marqués de Santillana), Pedro de Melo, Pueyrredón, San Martín o Rivadavia; pero también encontramos un prodigioso número de personajes anónimos (cocheros, ancianas, sirvientes, matronas, fotógrafos), que forman el tejido nutricio de la ciudad, al modo whitmaniano. Se avanza así desde la época antigua (“Los hombres que hoy son calles recorrían la calle”) hasta un presente en el que los hinchas de Boca o San Lorenzo acuden a animar a sus equipos… De ese viaje patriótico, extasiado y multicolor me gustaría entresacar unos versos del cuarto libro, donde nos habla del paso del tiempo de una forma especialmente hermosa, que entenderá cualquiera que haya visto la foto de un antepasado suyo, de cuya existencia ignora casi todos los detalles: “Hasta que al fin la historia se deshace en perfume / y el retrato se borra y el bisnieto no sabe / quién es ese señor de la apostura grave, / sin firma en el reverso ni más anotación / que Nadar, photografe, y alguna dirección”… Delicado y poeta, Manucho consiguió en estos versos compuestos entre 1941 y 1942 un canto admirable a la ciudad en la que nació.
Pocas estrofas incorporan mayor pesadez formal que los pareados, cuyo ritmo tedioso y machacón ayuda eficazmente, salvo raras excepciones, al florecimiento de los bostezos desde la línea vigésima. Pero el argentino Manuel Mujica Lainez (1910-1984) tuvo el coraje estilístico y poético de servirse de ellos para elaborar esta crónica, apolínea en la forma y dionisíaca en el espíritu, de su Buenos Aires natal. Casi un centenar de páginas sin salirse del esquema de los pareados (alejandrinos, además) podría inducirnos a sospechar que la monotonía, el runrún soporífero o la condición chata impregnan el texto, pero esta suposición se diluye en cuanto buceamos en las primeras hojas y sentimos la embriaguez de la mejor literatura: léxico amplio, ritmo sabiamente dibujado, mujeres que bordan banderas patrias, pólvora cuyo olor se extiende por la llanura, galopadas de potros, salones virreinales, caserones criollos, testaruda sangre vasca mezclándose con la sangre indígena, heridas que se reciben con heroísmo… Todo el universo bonaerense aparece condensado aquí, desde que Juan de Garay fundara la ciudad en 1580, y en él burbujean los nombres de Pedro de Mendoza (de la estirpe del marqués de Santillana), Pedro de Melo, Pueyrredón, San Martín o Rivadavia; pero también encontramos un prodigioso número de personajes anónimos (cocheros, ancianas, sirvientes, matronas, fotógrafos), que forman el tejido nutricio de la ciudad, al modo whitmaniano. Se avanza así desde la época antigua (“Los hombres que hoy son calles recorrían la calle”) hasta un presente en el que los hinchas de Boca o San Lorenzo acuden a animar a sus equipos… De ese viaje patriótico, extasiado y multicolor me gustaría entresacar unos versos del cuarto libro, donde nos habla del paso del tiempo de una forma especialmente hermosa, que entenderá cualquiera que haya visto la foto de un antepasado suyo, de cuya existencia ignora casi todos los detalles: “Hasta que al fin la historia se deshace en perfume / y el retrato se borra y el bisnieto no sabe / quién es ese señor de la apostura grave, / sin firma en el reverso ni más anotación / que Nadar, photografe, y alguna dirección”… Delicado y poeta, Manucho consiguió en estos versos compuestos entre 1941 y 1942 un canto admirable a la ciudad en la que nació.