«Pirene era hija de Túbal, el rey de Iberia. Y Gerión era un gigante de tres cuerpos de hombre unidos por la cintura que le quitó el trono a Túbal. Pirene se escapó a estas montañas y Gerión las incendió enteras para acorralarla. La quemó viva, y Heracles cubrió su cadáver con piedras grandiosas formando una cadena como una escultura mortuoria, que iba desde el Cantábrico hasta el cabo de Creus. Estas montañas se llaman los Pirineos en honor a Pirene. Eso cuenta nuestro amigo Verdaguer. Los griegos eran más brutos, estaban más locos. La mitología griega cuenta que Pirene era hija del rey Bébrix y que Heracles, de visita en la corte, la violó, y ella dio a luz a una serpiente. Entonces, la princesa huyó a las montañas y allí la devoraron los animales. Según los griegos, fue el propio Heracles el que, después de violarla y dejarla encinta, encontró su cuerpo devorado por las alimañas en la montaña, y le rindió honras fúnebres y puso nombre a estas montañas».Eso cuenta Verdaguer. Aquello otro cuentan los griegos. Irene Solà, en cambio, calla y deja que sea la montaña quien cuente.
Pero ella guarda silencio. Ella baila al son de su música inaudible. Como bailó para celebrar su nacimiento con voluptuosos movimientos tectónicos. Como sigue bailando y seguirá por siglos y siglos.
Irene Solà calla y son las voces de quienes en la montaña habitan las que la cuentan. Una voz por capítulo. Todas distintas. Todas agua clara que corre, golpea, envuelve y sigue su camino. Todas poesía.
«Llevo la poesía en la sangre. Y guardo todos los poemas en la memoria como en una cómoda ordenada. Soy una jarra llena de agua. De agua sencilla como la de los arroyos y las fuentes. Me inclino y vierto un chorro de versos. Y nunca los pongo en el papel. Para no matarlos. Porque el papel es el agua dulce del río que se pierde en el mar. Es el sitio en el que fracasan todas las cosas. La poesía tiene que ser libre como un ruiseñor. Como una mañana. Como el aire suave del atardecer. Que va a Francia. O no. O donde quiere. Y porque no tengo papel ni lápiz».Solà vierte su chorro de prosa y lo pone en el papel. Pero su papel no es fin sino medio. Es tamiz por el que el agua pasa, gotea y nos chorrea. Y así sus frases y sus historias no mueren.
En su montaña hay, efectivamente, quien quiso ir a Francia en unos años en los que cruzar la frontera fue para muchos necesaria vía de escape. Y hay también quien no tiene papel ni lápiz porque carece de la materialidad precisa para sujetarlos. Porque en la montaña los muertos se cruzan con los vivos y a veces es mejor estar muerto porque «si estás muerto ya no pueden matarte otra vez».
En la montaña hay hombres que intentan entender y algunos otros a los que «se les atasca la lengua y se les seca en la boca, y no saben abrirla ni para decir cosas bonitas a sus hijos, ni cosas bonitas a sus nietos, y así se pierden las historias, y lo único que sabes ya es que hoy comes pan duro y que hoy llueve y que hoy te duelen los huesos. Triste montaña». Hay mujeres de agua, sabias e injustamente tratadas, y otras a las que las hacen «desear una vida pequeña. Este hombre y esta montaña. Una vida raquítica como una piedrecilla bonita. Una vida que quepa en un bolsillo. Una vida como un anillo, como una avellana. A una no le dicen que se pueden elegir cosas que no sean pequeñas. No le dicen que las piedras pequeñas se pierden. Se escapan por el agujero de un bolsillo. Ni que si se pierden ya no se puede elegir otra, que piedra perdida, perdida está». Hay jóvenes que quieren irse porque la montaña se les queda pequeña y otros que saben de siempre que en ella está el único hogar verdadero.
En ese hogar que es esa montaña vive la familia cuya historia nos cuentan todas esas voces. Y aunque esa familia vino y se esfumará como se desvanecen tantas otras, su historia es también la de esa montaña. Su historia es la historia de todo lo que se pierde y es irrecuperable.
Canto yo y la montaña baila es una historia hecha de historias escrita con una sensibilidad exquisita. Me ha recordado un poco a Invierno de Elvira Valgañón por ese fijarse en las pequeñas grandes historias, por centrarse en un lugar y en el paso del tiempo. Pero si la novela de la riojana, a pesar de sus bondades, adolecía de cierta falta de cohesión, en la de la catalana todos los afluentes saben llegar al río con solvencia. Si el escenario de la primera era ficticio, el de la segunda mora en la zona de alta montaña entre Camprodon y Prats de Molló. De ahí me llegan las voces.
A la montaña las voces le cantan en catalán porque es la voz de la tierra. Y es la voz propia de una tierra la que mejor cuenta su historia. Una voz que trae historias ajenas pero que al fundirse con ellas ya no resultan ajenas. Las lenguas, como las historias, son afluentes de un río común.
Cuando el río llega al mar ya no se acuerda de la montaña de la que partió. Y ese río se disuelve y ya no es río. Y el agua que surge de la montaña nada sabe de la que la precedió y murió en el mar.
Yo quiero acordarme. Y quiero que otros después que yo la recuerden. Cuando yo ya no exista y esa montaña siga. Quiero que siga corriendo el agua clara de la poesía. Que traspase a otros y siga su camino. Quiero recordar los nombres de esos hijos que la montaña sabe se olvidarán: Domènec, Sió, Mia, Hilari, Jaume, Oriol, Cristina, Neus,... Quiero que su recuerdo no muera con su historia y llegue a otros. Para que siga el ciclo infinito de vida y muerte. Para que todo vuelva a empezar.
«Y todo empezó poco a poco y muy seguro, como un puente de piedra. Como si tuviera que durar para siempre. Como si siempre fuera entonces. Y las tardes eran lánguidas, y el tiempo era lánguido, y el bosque».
Roe Deer at Forest How. Fotografía de Peter Trimming
Ficha del libro:
Título: Canto yo y la montaña baila
Autora: Irene Solà
Traductora: Concha Cardeñoso
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2019
Nº de páginas: 168
ISBN: 978-84-339-4031-5
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