Nunca he sido, como lector, un gran apasionado de la literatura modernista, sobre todo cuando aborda el plano amoroso. He tendido a observarla en líneas generales como algo ñoño, impostado y declamado en falsete, con lágrimas falsas, borborigmos risibles y pucheros vergonzantes. No trataré, como es lógico, de convertir mi apreciación en ley, que los demás deban acatar o suscribir; pero sí de defenderla como un bastión personal, legítimo y respetable.
De todas formas, he querido acercarme a los Cantos de la mañana, de Delmira Agustini, dispuesto a reconocer sus posibles méritos literarios. Ni suelo admitir etiquetas férreas que me vengan de exterior, ni soy partidario de fabricarlas. Pero, por desgracia, la experiencia ha sido negativa. La obra me ha aburrido de un modo soberano y me ha parecido, en síntesis, una castaña ampulosa, donde me ha horripilado desde el principio la actitud desdeñosa y altanera de la escritora (“La plebe es ciega, inconsciente; / tu verso caerá en su frente / como un astro en un testuz”), la utilización estruendosa de toda la pirotecnia del Modernismo (con su oleaje de flores, palomas, noches sagradas, auroras multicolores, estrellas de brillo mágico y demás quincallería) y, sobre todo, el empeño atosigante de ejercer una “mirada reflexiva” (es decir, aquella que se despliega únicamente para mirarse a sí mismo, una especie de mirada boomerang). En este breve poemario resuena en cada página un ruido de timbales, en medio del cual observamos a la poeta subida a un pedestal, mientras declama sus versos ataviada con vestiduras sacerdotales.
El resto, puede imaginarlo el lector: espolvoreo oceánico de mayúsculas, signos de exclamación, puntos suspensivos, interrogantes sonoros, invocaciones de soprano de coloratura… Si le hubiera añadido algo de autenticidad, la mezcla no habría resultado tan indigesta.