Mi abuelo, cuando yo era muy pequeño, no tenía televisor; y en las frías, cortas y nocturnas tardes de los domingos invernales en vez de andar con mis primos corriendo por el patio detrás de alguna gallina asustada nos apiñábamos frente al hogar y mientras las llamas tiritaban, mi abuelo, atizando la lumbre, nos contaba un cuento con su voz profunda y sus expresivos ojos: tres pares de orejas enhiestas no perdían detalle, el ánimo en suspenso por las aventuras fingidas y los miedos ancestrales que aceleraban el corazón.
Siempre me han gustado los cuentos: tanto los orales como los escritos; constituye la más agradable forma de transmisión de ideas, pensamientos, tradiciones consuetudinarias que conforman la cultura popular; la tradición oral fue durante milenios la única forma de transmitir el conocimiento derivado de la experiencia: los mitos beben en sus fuentes y de ellas se aprovechan para expandirse. El calor humano del cuentista, en muchas ocasiones, aviva el interés del oyente; tanto o más que la propia esencia del cuento.
De eso, los niños que lo fuimos hace tiempo, antes de la tele, sabemos mucho.
Ahora, con tantos artilugios, ni los mayores saben contar cuentos, ni tiempo tienen, ni ganas: y los pequeños ya los leen, los oyen en grabaciones muy chulas, o los ven directamente en la tele. Se ha perdido la tradición oral, el calor humano de la transmisión. O eso parece.
Llegar a adulto tiene, respecto del cuento, una ventaja y una desventaja: esta última es que ya no tengo a nadie que me cuente un cuento: la ventaja, de serlo, es que entiendo o creo entender el significado oculto bajo la inocente apariencia de la narración, ese mensaje que, en la infancia, cala de forma subliminal.
Andrés Heinz un día escribió un cuento y lo tituló The Understudy. No era un cuento del todo original en el fondo, porque ser original, la verdad, es casi imposible. Charles Perrault no fue original y nadie se escandalizó jamás por ello. Claro que Perrault era un cuentista de primera fila.
En los buenos cuentos la simbología es la esencia y las imágenes que el relato crea en nuestra imaginación tienen un significado más allá de lo aparente: en una de las versiones orales recogidas del cuento que Perrault tituló Caperucita Roja reconvirtiéndolo con un final moralizante y ocultando otros aspectos, el lobo, al encontrarse con la niña, le da a elegir, para llegar a casa de la abuela, entre dos caminos: el de los alfileres y el de las agujas.
La distinción reside en el ojal cuya existencia se justifica por la penetración. La niña (Caperucita) escoge el camino de los alfileres.
El cuento de Heinz cayó en manos de alguien de la industria del cine y ese alguien pensó que de ahí podría salir una película. Llamaron a Mark Heyman y a John J. McLaughlin para que se sentaran con Heinz y escribieran un guión que sirviera de base a una película que dirigiría Darren Aronofsky y protagonizaría Natalie Portman
Quien espere disfrutar de parte del ballet, siquiera de su música, se llevará un desengaño. De hecho, Aronofsky filma muy mal todas las escenas en las que la danza tiene una participación, lo cual es comprensible por tres motivos:
Primero, porque no hay coreografía: tan sólo un coreógrafo "asociado" que aparece como parte de "otros" en el cuerpo técnico.
Segundo, porque Aronofsky no sabe filmar escenas de danza.
Y tercero, porque el ballet, la danza, no es más que un mcguffin para Aronofsky, una excusa para presentarnos una alambicada y retorcida nueva versión del mito de la Caperucita Roja.
Una trama que, interpretada de ese modo, no resulta carente de interés: puede que, seducido por la posibilidad de hallarme ante un nuevo cuento (los mejores son siempre los viejos contados de otra forma) vea en la película retazos del mito que residan en su mayor parte en mi imaginación, pero de ser así todavía me hallaría en deuda con la película por su sugerencia. En realidad, más que con la película como expresión artística del todo, me hallaría deudor de los guionistas: porque Aronofsky se embarulla de mala manera y parece encargarse de colocar palos en las ruedas, filmando las escenas con una suerte de planos mal encadenados, en ocasiones incluso mal filmados, que producen hastío en buena parte de los treinta minutos iniciales. Puede que la intención sea demorar el entendimiento real de la historia hasta su último tercio y a fe que lo consigue, pero a base de aburrir.
Esa bailarina que está a punto de convertirse en "primera" es Nina (Natalie Portman), y su oportunidad se la da el coreógrafo Thomas Leroy (Vincent Cassel). Leroy planea montar un Lago de los Cisnes moderno, con un contenido sexual remarcable, exigiendo que a la pureza angelical de Odette (el cisne blanco) se enfrente una Odile (el cisne negro) muy apasionada.
La formulación del coreógrafo resulta impecable desde el punto de vista artístico ya que es tradición que ambos papeles, Odette y Odile, sean representados por la misma "prima ballerina" en un tour de force exigente y agradecido.
El problema se traslada de inmediato al terreno sexual y constituye la base de la fábula que acerca ese guión a tres manos al mito de la Caperucita Roja, esa niña que se convierte en mujer una tarde llena de maldad y sangre tras su encuentro con el lobo: Nina es una joven dedicada al ballet en cuerpo y alma y, aunque no se nos indica verbalmente, su virginidad es evidente: vive con una madre (Barbara Hershey) que la sobre protege y controla en exceso y confiesa a su mentor, Leroy, que ni tiene ni ha tenido novio jamás.
Su falta de experiencia sexual parece un obstáculo para representar a Odile que deberá seducir al príncipe: así se lo dan a entender cuando señalan a Lily (Mila Kunis) como su competidora: Lily es sexualmente muy activa y liberada y Nina percibe como un muro infranqueable su reprimida sexualidad. Nina percibe el problema y se enfrenta en soledad a él, creciendo por momentos, liberándose internamente con sacrificio, consiguiendo -con esfuerzo: hay sangre sobre su piel- que aflore la sexualidad que tiene dentro de sí misma reprimida iniciando el camino de mujer, dejando atrás sus peluches de niña.
Aronofsky apenas apunta otra cuestión, cual es la necesidad de implicación personal del artista en el carácter que representa: la exigencia de Leroy relativa a la desfloración psicológica de Nina para bailar Odile con toda la fuerza que él quiere podría dar origen a una línea argumental rica, pero queda desechada casi al instante de aparecer, quizá demorada expresamente y olvidada luego, muestra de la inconsistencia formal del conjunto, deshilachado por la débil mano de Aronofsky que consigue embarullar visualmente una trama que en otras manos hubiera tomado vuelo y altura con mucha más fuerza.
Hay para mí un evidente error de casting en esta película porque ni Natalie Portman ni Vincent Cassel ayudan a que la historia alce el vuelo, quedando en una mediocridad aburrida.
Siguiendo la teoría de la revisitación del mito, está clarísimo que Cassel resulta ser un lobo demasiado pacífico, casi un perrito de aguas: el lobo es en las antiguas versiones orales un hombre-lobo con lo cual no hace falta declarar su fuerte contenido sexual, y Cassel, aparte de un morreo a Nina, poco más hace: escucharle en versión original y quedarse uno amuermado es instantáneo: aquí hacía falta un actor que supiera sacar la líbido por la boca y seducir expresándose verbalmente con una sugestiva voz: alguien como John Malkovich, por ejemplo, capaz de ese puntillo de maldad implícita en una sonrisa.
Y en lo que hace a Natalie Portman, me parece francamente que está totalmente desubicada: aparte que su edad real la aleja generosamente del personaje que interpreta (recordemos la escena en la que Nina se mofa de su madre que a los 28 años la parió y "pierde" su carrera, diciéndole que a esa edad ya ninguna carrera podía hacer [lo que es muy cierto en el ballet] y veamos que Natalie tiene 29 cuando rueda) bien sea por imposibilidad física bien sea porque técnicamente no da la talla, su composición de la niña virgen que se convierte en mujer (esa mancha roja ¿no tiene un clarísimo significado?) resulta fallida y remarca en exceso el lado psicótico afectando, en mi opinión, la verdad del personaje, provocando una interpretación muy alejada de la que corresponde: esa virginidad de Nina, colmada y calmada por el tesón de convertirse en "prima ballerina", erigiéndose a la vez en sacrificio inútil y obstáculo de la consecución del lugar deseado, ese aspecto tan alejado de la normalidad, no es representado por la Portman con la fuerza que cabría esperar, aunque no negaré que seguramente la confusa dirección de Aronofsky ayuda no poco al resultado final.
En el aspecto técnico formal cabe destacar el buen trabajo del camarógrafo Matthew Libatique que sabe iluminar convenientemente las escenas interiores, y lamentar que hayan permitido a Clint Mansell jugar a los despropósitos con la partitura del genial ruso: claro que hace la par con ese director, Aronofsky, que se carga miserablemente un guión con mucha más sustancia de la que nos muestran.
Lo que hay que ver: para una vez que el guión tiene miga, el director ni se entera de lo que tiene entre manos y trata de reconvertir una revisión del mito en una película de psicología barata. Mala suerte.