Debo reconocer, para aullido del público adulto, que la picardía del lobo llegaba a resultarme mucho más simpática. Positiva imagen que, sin duda, se vio favorecida porque el manjar navideño que más dientes se cobró en mi infancia era el propio turrón homónimo, con la estampa de aquel lupus refinado y exquisito que siempre asocié con el cuento, ya que, para mi conciencia de niña, si bien no era el protagonista debía de ser un pariente lejano.
En cualquier caso, para disertación y análisis de los sesudos psicoanalistas, he de confesar en estas líneas que siempre he guardado cierta empatía con los malos de los dibujos: era el minino Tom, y no Jerry, el que colmaba de ternura mi corazoncito de niña. Aquel ratón espabilado, siempre me pareció demasiado resabidillo y vacilón frente a la torpe maldad del gato y su soterrada bondad que siempre afloraba para conmutar la muerte del escurridizo roedor. También era más forofa del Coyote que del Correcaminos, pajarraco fugaz que me parecía falto de cualquier ingenio. Y, por supuesto, anhelaba la llegada del capítulo en el que mi adorado y "liiiiindo" Silvestre se zampase al fin a aquel chirriante y peliagudo pajarito amarillo...
Pero obviando mis preferencias por los malhechores, parece claro que los cuentos, especialmente los infantiles, nunca han sido una bagatela y mucho menos un simple instrumento amenizador. Siempre se esconde un aire doctrinal tras ellos, las palabras desembocan irremediablemente en esas horrorosas lecciones morales, en una pátina dogmática e incuestionable propia de sociedades civilizadas que, por ende, están conformadas por personitas cívicas... Personitas que deben oír las moralejas de los cuentos y que tienen que sentir reprimidas y sin posibilidad de zafarse del nudo de gordiano social, toda su espontaneidad y libertad.
Es por todo esto por lo que Caperucita es un ejemplo claro de lo que es insuflar el temor en los niños. Volvernos seres medrentos y desconfiados. Se da en este caso el agravantede la condición femenina: pureza e inocencia se juegan en un aparente paseíto por el bosque. Más o menos eso debió querer enseñar Perrault a sus hijos cuando publicó en 1697 Historia y cuentos del tiempo pasado. Cuentos de la Madre Oca. Su versión bobalicona de la niña Caperucita y las nefastas consecuencias de la desatención al consejo de su sabia madre (un clásico reconvertido al tradicional "no hables con extraños"), desatan la catástrofe y el melodrama familiar: el lobo acabará por padecer una indigestión por haber engullido a la abuela y a su nieta en el mismo día.
La revisión de los Hermanos Grimm ya en el siglo XIX, afectados quizás por el aliento romántico, decide esquivar la tragedia e interponen la figura del héroe-cazador que salva de la desgracia a la anciana convaleciente y a la niña alelada. María del Carmen Ponz Guillén realiza estas y otras observaciones sobre las versiones del clásico de Caperucita "La de Perrault es víctima de la maldad. Para una sociedad gobernada por un rey absoluto (Luís XIV), las buenas normas deben ser siempre respetadas, de lo contrario puede caerse en poder de malvados que atropellan la inocencia. La de los hermanos Grimm se salvará gracias a un nuevo concepto: el de la solidaridad. Gracias a él, un cazador valiente y compasivo vencerá al lobo y evitará la catástrofe." Este astuto análisis de Ponz Guillén se desgrana en su invitación a la lectura de Caperucita en Manhattan, un mágico libro de la salmantina Carmen Martín Gaite.
Todo un sinfín de personajes confabulando para que Sara encuentre referentes y, también obstáculos en su camino hacia la autonomía. Una angosta vereda hacia su independencia que se ganará sin el disparo del cazador, utilizando como única arma el lenguaje y los libros. Tales serán las artimañas en pro de su anhelo libertario que Sara se inventará las "farfanías", un idioma propio, palabras cuyo significado sólo está en su conocimiento.
Caperucita en Manhattan es un canto a la libertad y una llamada a la subversión infantil, un rebelarse contra la cursilería de todos los dulcificados personajes de factoría, mandar al traste (y sé que voy a herir sensibilidades) a las Sirenitas, a las Heidis y a los Marcos... porque los llamados "valores educativos" deben despertarse dentro de los niños por descubrimiento propio y jamás podrán ser inculcados, ni pegados sobre sus frentes como pegatinas.
Los niños, esos locos bajitos de Serrat, nos enseñan demasiado como para contaminarlos con milongas que, por fortuna, ya ni siquiera están dispuestos a creer. Ese escuadrón de renacuajos que se desliza a la Tierra para hacerla tambalear con su peculiar forma de conquistar este mundo que los adultos pisamos primero y convertirlo en algo nuevo es digna de elogio... consiguen hacer virgen la tierra hollada y crear emoción donde antes sólo había monotonía y automatismo. Los niños son los grandes maestros de este planeta en el que los gnomos ignorantes y faltos de doctrina somos los adultos en nuestro afán de enclaustrarlos en Los mundos de Yupi.
La (buena) literatura infantil y juvenil no es algo trivial, ni se debe perder nunca de ojo, por muchas líneas que ahora rodeen el contorno de nuestra mirada. Porque no son los libros los que caducan sino la inocencia con la que nos acercamos a ellos. El contenido de sus páginas sigue despertando algo de nuestra inseguridad adolescente, la remanente puerilidad y la mácula de niños que jamás debiéramos aniquilar porque con ella perderíamos esa locura, esas ganas de acercarse al mundo cargados de preguntas, con las botas de exploradores y la capa de superhéroes dispuestos a desmoronar la montaña de la Verdad establecida. Sé que debería cerrar estas letras con un colorín colorado, pero prefiero despedirme del lector deseándole que su vida sea para siempre un constante y agradable miranfú...