Por Rafael Alcides
Es el 17 de diciembre. Los más, y somos en ese momento en la cola de la farmacia unas treinta personas, festejan los acuerdos de Raúl y Obama, y de tener cohetes los hubiesen tirado. Bueno, envolviéndonos a todos con un dedo, una mujer con un niño de la mano decía con voz entrecortada por la emoción: “¡Esto lo ha hecho San Lázaro!.”
Los más, decía, porque entre los viejos (once conmigo, que no soy del barrio, que estoy en esa cola porque en mi farmacia no tenían mi medicina), hay tres en contra: uno que dice que sin la mediación de la disidencia, ese acuerdo constituye una traición de Obama, una traición que la historia registrará con letras de luto; le replican que si en eso, en su parte en el reparto del pastel es en lo que en esta hora tan soñada piensan los de los Derechos Humanos, y el hombre, un gordito, abogado al parecer, no viendo allí quorum, y sí muy malas caras, se marcha sin dejarle a nadie su turno en la cola; el otro es un dentista, por lo que luego me dirán, que no es de los Derechos Humanos pero que mientras sus contemporáneos debaten el porvenir del socialismo cubano, se las pasará diciendo que sin la supresión del Bloqueo por delante, los acuerdos de Raúl y Obama han sido un disparate, que se ve que Raúl no es Fidel; y el otro viejo en contra es un hombre con espejuelos oscuros, muy respetado en el grupo, que de plano rechaza los acuerdos. Por eso, para poder debatir la cosa a fondo, y por viejos, siguiendo a los viejos de José Martí en “Los zapaticos de rosa”, nos hemos apartado, mientras allá, a la puerta de la farmacia, siguen los más, con la devota de San Lázaro ahora de líder, creyéndose que ya están en el capitalismo.
–No señor, yo como antiguo militar –le asegura un bizco al hombre de los espejuelos oscuros–, puedo decirle que el general de Ejército no le ha hecho entrega de las llaves de la ciudad al enemigo. Usted tiene razón cuando dice que Fidel mismo ha dicho hoy una cosa y mañana todo lo contrario, pero ésa es la política. Es el ajedrez de la política. Con cada nueva movida cambia el escenario. No puede ser de otra manera.
–Por eso mismo –insiste el hombre de los espejuelos oscuros—no puedo creerle a Raúl cuando dice que esto se ha hecho sin renunciar a nuestros principios, y mañana mismo voy a entregar mi carné del Partido. No quiero tenerlo encima cuando se bajen del avión el empresario que se hará cargo de la recogida de la basura, y el que se ocupará del asunto del transporte, y el que ya está sacando la cuenta para construir doscientas mil casas en seis meses, para empezar, y no sigo porque lo demás se entiende solo.
–Pero abandona esa pose de oráculo nacional –lo conmina el militar, ya de mal talante. Y de peor talante aún le responde el hombre de las espejuelos oscuros:
–Aquí el oráculo sigue siendo Fidel, y en su defecto Raúl. Yo me atengo a las leyes de la física. Si en una represa quitas un ladrillito, uno solo, estás determinando el fin de la represa. Mira a los chinos, mira a los vietnamitas. Montones de chinos millonarios hoy. Montones, miles. Y dirigiendo en el Partido. Ya sólo le faltan eso que los burgueses y los lacayos del imperialismo llaman “democracia”.
–En todo caso –dice un viejo vestido con bermuda y gorra de los Industriales–.¿Eso es bueno o es malo? Porque yo lo que quiero es tener guaguas que me lleven, camiones que me recojan la basura, que mi familia no tenga que vivir en barbacoas.
–Pero no por esa vía, porque eso sería el fin del socialismo –objeta el militar, coincidiendo con el hombre de los espejuelos oscuros.
–Pero qué es lo importante: ¿La vía o los resultados?
Esto lo ha dicho uno de los viejos que no había hablado, al parecer gente con autoridad en el grupo y que trataba al bizco, al militar, de “Mi hermano”. Emplazamiento que ha sorprendido al de los espejuelos oscuros:
–Luego entonces, para ti los principios no cuentan. Muy extraño con toda tu historia. Un tipo como tú.
–Yo confío en Raúl –dice el histórico–. Tú hablabas de loa chinos, pero aquí no somos chinos. Y si hay que ser chino, nos metemos a chinos. Y si hay que hacer lo que todavía les falta por hacer a los chinos, también lo hacemos. El socialismo no ha servido para nada en ningún lugar del mundo, y Raúl, que está al tanto de la marcha del mundo, lo ha visto. Por eso ha hecho esto, y prepárate para lo que viene.
Como el histórico parecía saber mucho de lo que venía, el grupo calló, dispuesto a escuchar. El más callado fue el hombre de los espejuelos oscuros; pero de pronto, como volviendo en sí, y más interesado en su preswente que en el porvenir, preguntó de sopetón:
–¿Y yo, qué? Tú me conoces, las sesenta y cuatro condecoraciones, sellitos y medallas que tengo en casa dicen algo, un hijo mío murió en una guerra internacionalista, y todo lo demás que tú conoces. Yo podría vivir allá afuera como un jerarca. Explícate, ¿Puede, quien lo ha dado verse de pronto, al final de su vida, con que volvemos a estar donde estábamos cuando empezamos en esto?
Menos el hombre de los espejuelos oscuros, los demás estuvieron con el hombre de la bermuda y la gorrita. Rectificar es de sabios, decía él. No hubo acuerdo, en cambio, en si Raúl daría los pasos para el desmontaje del sistema, los que fueran, sin herir, haciendo la cosa sin que lo pareciera, un paso aquí, otro allá pero con tiempo.
–Pero ¿y yo qué?
–Raúl no tiene tiempo para hacer eso con tiempo. –estaba diciendo un médico frágil pero enérgico para su edad que ya había i intervenido dos veces.
— “¿Y yo qué?”
Nadie hacía caso del de los espejuelos oscuros, él seguía repitiendo su y yo qué, pero la gente no le hacía caso. Estaban atentos a la disputa del médico y el militar.
–El general de Ejército tiene todo el tiempo del mundo –insistió airado el militar. El de la bermuda y la gorrita lo apoyó:
–Esta gente dura mil años. El Gallega Fernández ya tiene cien y míralo ahí más paradito que un poste de la luz.
–No señor, el Gallego todavía no tiene cien años –precisó el histórico.
El médico se explicó, apelando al sentido común.
–Digo que Raúl no tiene tiempo para tomarse tiempo haciendo los cambios pasito a pasito, no en las condiciones de quiebra en que se halla el país, lo que él vaya a hacer tiene que hacerlo rapidito, ha abierto las murallas y eso es muy delicado, ya no tiene la excusa del enemigo exterior que le permitía mantener en su lugar a los inconformes de acá adentro y que ahora se envalentonarán. Sin detenerse a pensar si hiere a uno o a un millón, tiene que hacerlo como Fidel cuando de repente en un entierro dijo que donde dije digo era diego, y nos volvió socialistas en el acto. Por cierto, un día 16 también. Así, como se quita un esparadrapo. Ése es el tiempo que él no tiene.
El Histórico, no veía la objeción. Habló para todos.
–Para todo hay métodos, Y en el que les digo Raúl se evitaría dar la cara y quedar como el que le enmendó la plana a Fidel. Partimos de que se trata de Cuba, no de la vana gloria de nadie. ¿Se acuerdan de las relaciones últimas del Padrino con su hijo Mike Corleone? Imagínense a Díaz Canel haciendo que habla, y detrás a Raúl, que ha renunciado alegando que estaba muy muy enfermo pero que en realidad está mejor que ustedes y que yo, hablando por el compañero Díaz Canel. Estamos, como decía mi compadre y vecino –y señala para el hombre de los espejuelos oscuros—justo en el momento en que los chinos, luego de treinta años perdidos haciendo acero en el patio de la casa ahí en un caldero con fuego de leña así como si estuvieran friendo chicharrones, entran en la historia. Hablen con los chinos de esos años perdidos, De igual manera, quienes hoy aquí se sintieran engañados, aplaudirán después.
No era un debate terminado. Todavía por poco hay sangre. Alguien decía que a lo mejor venía un método chino sin participación del capital cubano, recordaba la filosofía económica del bonsái expuesta por Murillo, y el dentista por su parte seguía repitiendo como un obseso que sin la supresión del Bloqueo los acuerdos de Obama y Raúl eran un disparate, mucho más cuando Raúl no hacía tanto había proclamado que podíamos resistir el Bloqueo cincuenta y cinco años más, y entonces el médico, tal vez harto de las lamentaciones de aquel hombre, alzando la voz y encarándolo, dijo que el plural del “podíamos” ése de Raúl era exagerado, que Raúl no había conocido ni un segundo del Bloqueo, que Raúl durante cincuenta y cinco años se había levantado con aire acondicionado, había entrado entraba en su automóvil con aire acondicionado, se había metido en su despacho con aire acondicionado, se había acostado con aire acondicionado, y que solo había sudado la camisa cuando salía a revisar alguna unidad militar y de paso coger sol para sintetizar sus vitaminas, o cuando salió a cazar. Ahí fue cuando se formó. El militar le exigió retractarse de sus palabras, audaz el médico se negó, y mientras aquel par de viejos eran reducidos por el grupo, oí a una señora que había permanecido limpiando su dentadura superior con una lima de uñas diciéndole a un viejo que acaba de llegar, a tiempo que, enérgica, y dispuesta a intervenir, se encajaba su dentadura:
–Si por algo yo quisiera que en estos cambios que vienen se haga lo que todavía los chinos no han hecho, es para que aquí la gente pueda decir lo que piensa sin que pasen estas cosas.