Dos hechos cruciales posibilitaron la evolución del capitalismo primigenio, mero trueque o intercambio de bienes, hacia el fundamentalismo económico que en la actualidad rige el mundo: por un lado, la invención del dinero como medio para conseguir –comprar- cualquier fin; y por otro, la revolución industrial, que supuso la posibilidad material de atender –vender- cualquier demanda de bienes y servicios, sin importar su cuantía o volumen.
Si, con el primero, el afán incesante de lucro ha motivado que el dinero se convirtiera en un fin en sí mismo, dando lugar a esa segunda rueda dentada que encaja a la perfección en el engranaje capitalista: el sistema financiero; con el segundo, se ha engendrado el fenómeno de la globalización, un nuevo modelo de colonialismo que homogeniza el consumo (y la cultura, el arte, las costumbres, el ocio, las modas, etc.) e impone la desregulación de los mercados (nacionales), restando soberanía sobre la actividad económica a los Estados-nación. No hay país, incluso sobrado de riquezas naturales, que no dependa, en mucha o muy mucha medida, de los mercados, los cuales mercantilizan toda actividad económica en aras del máximo beneficio.
A quien crea que es una exageración incluir a la familia entre los ámbitos mediatizados por el capitalismo, bastaría recordar que el matrimonio monógamo es, más allá de una cuestión moral o cultural, el modo más fácil de adaptar la unidad social por excelencia –la familia- a las exigencias del mercado, certificando las relaciones entre los padres y los hijos con el Libro de Familia. El sexo y el amor se convierten en un acto jurídico, que se engloba en un orden social, sujeto a un sistema político en forma de Estado, el cual determinará finalmente las relaciones entre familia, ciudadanía y nacionalidad. Es decir, el matrimonio “legal” está íntimamente ligado al sistema económico, que no es otro que el capitalista. No es casual que el matrimonio monógamo se estableciera con mayor firmeza cuando la industrialización se extendió en la sociedad, consiguiendo que fuera la forma “natural” de garantizar los “recursos humanos” que iba a necesitar y, llegado el caso –como sucede en la actualidad-, preservándolo como el lugar (u hogar) de acogida a los expulsados por el sistema, los desempleados “estructurales”.
Se trata, pues, de modificar modelos productivos, regular actividades y delimitar espacios en los que predomine la actuación pública frente a la privada. Rescatar de las manos de patronos, banqueros y especuladores financieros la capacidad de orientar recursos y la determinación de atender necesidades según la rentabilidad que deparen. Corregir la desigualdad en la distribución de las rentas, puesto que las del Capital no pueden seguir privilegiadas sobre las del Trabajo. Apostar por actividades menos especulativas (destructoras de empleo) y que generen más valor añadido, como las energías renovables, la innovación y las nuevas tecnologías, el medio ambiente, los servicios sociales y la dependencia, el ocio y la cultura (creación y difusión), la agricultura, intentando que los sectores tradicionales preferidos por los mercaderes (construcción y grandes obras faraónicas) no acaparen la mayor parte de los recursos. Y recuperar la inversión pública en sanidad, educación y dependencia, para que la solidaridad social pueda socorrer a los más necesitados y sin recursos.
No sería volver al “capitalismo de rostro humano” ideado por la socialdemocracia cuando construyó el Estado de bienestar, pero sí retornar a los esquemas progresistas que comportan cierto control de la actividad económica y, fundamentalmente, de los desmanes del mercado, capaz de cegarse con la maximización del lucro sin importarle las consecuencias humanas y ambientales.
¿Cómo se conseguiría “humanizar” al capitalismo en los tiempos de la globalización y las exigencias de “productibilidad” que desarman al trabajador frente al poder omnímodo de las empresas? Con leyes y movilización social.
Y es que no basta con vigilar que cada céntimo del dinero de todos se emplea de manera honesta, sino también velar por que las decisiones económicas queden iluminadas por la luz de la democracia y no se mantengan en la oscuridad de instancias ajenas a ella y, por tanto, extrañas a los intereses generales de la población. Hay alternativas en un capitalismo humano que reforme el capitalismo y devuelva a los ciudadanos la capacidad para elegir ámbitos básicos de su existencia social, sin que queden sujetos a las directrices del mercado ni se conviertan en instrumentos de dominación y poder.
En cualquier caso, no evitaremos seguir siendo explotados por los detentadores del poder y el capital, pero al menos graduaremos la intensidad de esa explotación. Algo es algo.