Capitán Búfalo

Publicado el 20 diciembre 2010 por Josep2010


Es casi una constante cinéfila identificar a algunos directores con el género del western y en lo que respecta al genial John Ford, como sabemos, esa identificación era alimentada por sus propias declaraciones, un poco en plan de broma, quizás porque él mismo era muy consciente que, en definitiva, el western tan sólo es un género en el que hay una serie de elementos prototípicos que residen en un formalismo anticipado y esperado por la audiencia, sin que luego, en el fondo, el tema a proponer se halle en deuda ni con la forma ni con el género.
Este detalle, que deviene en perogrullada así que uno lo ha escrito y otro lo ha leído por su evidente realidad, casi nunca se tiene en cuenta a priori por algún mecanismo de la mente humana que me hallo en la suerte de desconocer y que acostumbra a clasificar las películas causando, en ocasiones, alguna sorpresa agradable y también, por desgracia, alguna decepción.
A mediados del siglo pasado la amalgama de preocupaciones del público en general propició el éxito de las películas de "suspense" en las que Alfred Hitchcock era el rey incontestable y en varias de sus obras la duda sobre la identidad del responsable era el motivo alrededor del cual giraba el argumento: el público se identificaba fácilmente con los protagonistas como una continuación de sus propios temores en una época algo convulsa y confusa que arrastraba miedos atávicos fundados en experiencias bélicas demasiado recientes como para ser olvidadas.
En una época en la que se mezclaban las dudas ante los sentimientos que despertaba el estamento militar, el miedo al desconocido identificado con el comunismo y el nacimiento de la lucha por los derechos civiles de las minorías identificadas éstas por el color oscuro de su piel, como principales rasgos que precedían a finales de los cincuenta a lo que luego en los sesenta sería la eclosión de otros movimientos, el siempre complejo y taimado John Ford se apoyó en una novela escrita por James Warner Bellah (del que ya había tomado inspiración para otras películas suyas) que le sirvió además como guionista junto a Willis Goldbeck para presentar una historia en la que, como quien no quiere la cosa, aúna modélicamente cuestiones relativas al ejército profesional y al respeto debido a los derechos a las personas con independencia de su raza, y lo hace mediante un western típico en la forma pero atípico en la sustancia, que titulará Sergeant Rutledge, estrenado en 1960, en el que, aparte de sus peculiaridades, hay que observar, con el paso del tiempo y como curiosidad significativa, las diferentes formas con que la pieza fue presentada al público.
La trama de la película -desconozco la novela- presenta el curso de la investigación que en sede forense se realiza por un tribunal militar a fin de averiguar la responsabilidad de los actos imputados al Sargento de Primera Braxton Rutledge (Woody Strode, en el papel de su vida) acusado de violación y asesinato de una jovencita así como del asesinato del padre de ésta, además Comandante del puesto militar en el que Rutledge prestaba servicio de guardia una fatídica noche. A Rutledge le han asignado un defensor que resulta ser su inmediato superior, el Teniente Tom Cantrell (Jeffrey Hunter) que precisamente fue el que le detuvo tras perseguirle en su huída, al hallarle en una estación de tren en la que Rutledge, a medianoche, salva de los apaches a la joven Mary (Constance Towers).
Ford, sin nada que demostrar a esas alturas del siglo, dirige con su elegancia habitual esa película, híbrido de varios géneros, sin fallarle el pulso en ningún momento: la vista judicial con la intensidad y los ardides legales de los debates entre acusación y defensa la lleva Ford a su terreno incluyendo no pocas chanzas a cuenta del Coronel Fosgate enfrentado a su pizpireta, respondona y chafardera esposa acompañada de una cohorte de damiselas ávidas de la escabrosidad de la materia objeto del juicio, respaldadas por un séquito de ciudadanos que, cuerda en ristre, desean linchar a ese negro asesino: ¡todos a la calle! y empecemos a conocer la historia por medio de diversos flashbacks por los que conoceremos los recuerdos de diferentes personas.
Pero a diferencia de otras películas en las que vemos el mismo hecho relatado por diferentes espectadores, Ford nos presenta el curso de los acontecimientos ocurridos antes y después de la violación y los asesinatos, pero no los actos en sí mismos: conocemos la personalidad del acusado, de ese Sargento Rutledge al que nadie, salvo el acusador, cree capaz de haber realizado los atroces crímenes de los que es acusado.
Vista la película con tranquilidad se observa que a pesar de estar construida la narración mediante la memoria personal de los intervinientes, ninguno de ellos se detiene apenas en la figura de las víctimas: de la jovencita tenemos apenas unos detalles y de su padre simplemente un esbozo, permaneciendo ambos en un anonimato que no interfiera en los elementos que a Ford interesa enaltecer: el estamento militar como núcleo de servicio y vida en común y la adhesión entre sus miembros por encima de la cuestión racial que será invocada únicamente por el acusador llegado de fuera sobre el que recaerán toda clase de faltas de simpatía; retirada la importancia de la víctima por su ausencia, la sospecha que recae sobre el acusado será confrontada no en base a sus motivaciones sino en base a su propia personalidad.
En esa descripción del personaje Ford realiza una parábola laudatoria con el soldado profesional ya que el recto y disciplinado proceder de Rutledge se mantiene incluso cuando se halla preso, recordando a sus carceleros sus obligaciones como tales y por momentos incluso el Coronel Fosgate llama la atención al acusador por injuriar la buena fama como soldado del acusado y de algunos testigos, reclamando el honor de la clase militar por encima de las posibles veleidades individuales de sus componentes, por muy acusados que sean, que ya serán ajusticiados si llega el caso de demostrarse su culpabilidad.
Ese Rutledge es para sus subordinados, negros como él, la imagen a seguir y sus consejos sabios no permiten que olviden que su condición racial no les permite jugar las mismas oportunidades y es consciente que, por su color, le será más difícil demostrar su inocencia; sus compañeros, animándole, le cantan una vieja canción castrense que hace referencia a un soldado mitológico, llamado por los apaches Capitán Búfalo, el mejor entre todos.
No será mitología lo que use Ford para aliviar la acusación que recae sobre Rutledge: será la conciencia de Fosgate y de Cantrell que se esmeran en saber la verdad por encima del color de la piel del acusado, al que contemplan más como un compañero de armas.
No descuida Ford ni por un momento a su público, el que buscará afanosamente grandes espacios y situaciones de riesgo y peligro fronterizos con la inevitable participación de los indígenas nuevamente rebeldes, excusa en esta ocasión, como en tantas otras, para enaltecer los sentimientos de camaradería y amistad de la soldadesca compañía en la que participan todos, una unión vital para la subsistencia, una fuerza que les une más allá de otra consideración, una piña, una voluntad expresada que deplora la realidad de los reglamentos, hasta que emerge Rutledge y pone orden, poniendo a los soldados los pies en el suelo y los suyos en polvorosa.
Porque Rutledge es un buen soldado: pero sabe que es negro, y no se fía mucho de lo que vaya a aprobar un tribunal compuesto por blancos: por eso huye.
Y además, porque tiene las manos ensangrentadas...
Ford aprovecha al máximo la espléndida figura de Woody Strode, atleta de decatlón en su juventud y luego profesional del deporte que en su madurez mantenía una presencia imponente, pétrea, y le retrata casi siempre de abajo arriba, en contra-picado, enalteciendo aún más la figura del protagonista real de una película que, considerada menor en la fabulosa filmografía de John Ford, reviste, como se ha apuntado, una complejidad no muy frecuente en el género del western, al punto que entre nosotros, por ejemplo, se tituló como El Sargento Negro, enfatizando la cuestión racial por encima de cualquier otra, mientras que en Francia, como se ha podido ver en el otro cartel, la inclinación por la cuestión mitológica es la preferencia, indicando una mayor consideración en la figura del que realmente es el protagonista, mal que en todos los carteles publicitarios Woody Strode se vea equívoca e injustificadamente relegado a un lugar secundario.
No deja de ser curioso que incluso la publicidad previa al estreno de la película en los Estados Unidos incidía mucho más en su condición de película de suspense que en tratarse de "otro western" de John Ford, y, recordando que el año era 1960, tampoco se hacía, por descontado, ninguna mención, por mínima que fuera, a la cuestión racial, que en aquellos momentos era un caldo de cultivo de problemas en las calles de muchas ciudades; el paso del tiempo y el alejamiento de esos problemas de la época, substituidos por otros, permite contemplar sin trabas culturales esa pieza que John Ford rodó y montó de forma ejemplar alrededor de uno de sus mejores amigos, una buena película que ningún cinéfilo debería ignorar y que merece un buen repaso en pantalla panorámica.
Tráiler