Capítulos 39 y 40 (Un cadáver exquisito)

Publicado el 17 abril 2019 por Carlosgu82

Capítulo 39.- Más se perdió en Cuba

Mientras sucedía esta alocada sucesión de acontecimientos, Pía y Edu, los vástagos de Pedro y Violeta, habían  sido  recogidos en el cuartelillo por Tati, la mejor amiga de Violeta, que la llamó para pedirle el favor de acogerlos mientras se aclaraba la situación. Tati era la única persona que estaba al tanto de las “guarreridas españolas” que hacía Tita con Jacinto.

El verdadero nombre de Tati era Aniceta, como se llamaban todas los/las primogénitos/as del apellido Tirabeque en honor a Aniceto Tirabeque, el cabo del esquilmado ejército español en La Habana (Cuba) que hundió, sin querer, el acorazado de Estados Unidos “Maine”, en los conflictos que se produjeron en 1898. Por este motivo o excusa, los USA y España entraron en guerra directa por primera y única vez. Nos fue mal. Quedamos subcampeones.

Realmente lo que ocurrió es que, por esa manía que tenía de llevar el puro encendido mientras lo hacía todo, se le cayó una ceniza en ascua sobre el dedo gordo del pie derecho, soltando la mina flotante que llevaba para el polvorín en el espigón del puerto. Tuvo suerte y la marea la llevó a la bocana del puerto donde impactó aleatoriamente con el acorazado yanqui.

En un primer momento fue directo a las mazmorras de la guarnición, pero cuando el azar hizo su trabajo con el “Maine”, fue liberado y homenajeado como un héroe. Este suceso no llegó nunca a conocerse públicamente y permanece en el “silencio de la historia oficial”. De hecho usted, lector/a, jamás deberá contarlo. Nadie le creerá. No me extraña.

Volviendo a Tati, como el diminutivo natural de Aniceta era Teta, ya desde pequeña optó por Tati. Pobre de aquél que se le ocurriese bromear con la primera alternativa. Conocía a Tita desde que estudiaron juntas 10 años en el internado del Colegio de las Hermanas Irlandesas de la Misericordia, en Sigüenza (Guadalajara). Tati era lesbiana, lo sabía desde que tenía uso de razón. Las monjas también lo sabían y no fueron misericordes con ella. Tati y Tita. Tita y Tati. Tanto monta monta tanto. ¡Vaya dos patas para un banco!

Capítulo 40.- Ese acento italiano

La Fermi llevaba ya muchos años trabajando como interna en casa de aquella familia de conocidos de conocidos de otros conocidos… con lo cual nadie se conocía. Los “señores” habían sido muy generosos con ella aceptando su embarazo de madre soltera y dejándole que cuidara al pequeño en su cuarto, el peor de la casa, aunque para ella era casi como un palacio. Pero criar un hijo cuesta mucho dinero…

Sin embargo, hace ya muchos años, Jacinto Monteperales –que la encontró un buen día cuando ambos coincidieron en el pueblo- le había hecho una propuesta a la que no se pudo negar:

– Déjame tus melones -le dijo, refiriéndose al melonar que el Chepa, el abuelo de la Fermi le había dejado en herencia a esta.

– Pero es que yo no quiero venderlo, porque lo tengo arrendado y me da un dinero que me vendrá muy bien para criar a mi hijo -respondió ella.

– No, Fermi –replicó él- yo no quiero tu melonar por más que esté incrustado en una esquina de mis tierras (las que había heredado de su tío el Arrugao)- yo lo que quiero son tus melones.

– Pero señorito, cómo dice esas cosas -dijo ella casi ruborizándose.

– Ejem –carraspeó Jacinto- lo que yo quiero es que me dejes probar un nuevo fungicida en tus melones. Lógicamente yo me quedaré con toda la cosecha y te la pagaré cuatro veces su valor.

– ¿Tanto? -exclamó la Fermi.

– Sí, por supuesto, pero eso sí, te recomiendo que no comas ni uno solo de esos melones.

Y así fue como la Fermi consiguió todos los años un dinero extra para criar y mantener a su hijo y así fue como poco después conoció a Andrea Canoli.

Primero llegaron unos empleados con monos naranja y unas letras escritas en chino aunque debajo podía leerse “Control de plagas”. Luego ella firmó algo que decía que iban a quitar el “odio” a los melones (en realidad se referían al “oidio”, pero la Fermi no era muy ducha en estas cuestiones). Y después empezaron a llegar unos camiones cerrados herméticamente en los que guardaban la cosecha unos trabajadores uniformados también de color naranja, con mascarillas y guantes. Junto a ellos estaba un joven apuesto, Andrea Canoli, que comenzó a hablarle con acento italiano y eso era mucho más de lo que una moza manchega de buen ver podía soportar.