A mi querida Marisol, in memoriam
A veces, cuando estoy estudiando en el aula de Gonzalo, veo cómo junto a mis notas, escuálidas y arrugadas, como si enfermas o malnutridas, se entremezclan otras mucho más regulares, casi perfectas. Las mías salen de la caja de resonancia medio tullidas y no estiradas, quiero decir, no con sus palitos rectos, sino onduladas como cilios en movimiento, desiguales y arrítmicas. Algunas, las más pesadas, se van derechas al suelo y ahí se quedan, sin poder ya levantarse; otras salen disparadas y tropiezan con el techo o las paredes, rebotan y vuelven quizá al piano para engancharse de nuevo en alguna de sus cuerdas. No forman en desfile sino que marchan como en protesta, si acaso en caótica procesión, o qué se yo. De vez en cuando un grupo de ellas salen igualitas, bien parejas, y se quedan en el oído, jugando en la espiral del caracol, para elevar su poquito de armonía hasta el espíritu. Pero esas otras que digo, las que no son mías, llegan como desfile de hormigas en perfecta formación, todas iguales, en columna de a dos o de a cuatro, a veces sueltas, hacia arriba o hacia abajo, y revolotean por el aire de tal forma que no habría modo de asirlas: como golondrinas a la caza de insectos al atardecer, ahora se posan en los cables de la luz, ahora se precipitan por el aire en revuelto torbellino, y las veo pasar raudas o lentas, pero siempre riendo y echando gorgoritos. Cuando se encuentran con las mías corretean a su alrededor, envolviéndolas a veces o dándoles burlona escolta, girando en torno a ellas. Algunas se demoran, flotando, en las ocho esquinas de la habitación mientras otras viajan en hileras a toda velocidad haciendo perspectiva cónica, mayores las cercanas y en disminución hasta las más lejanas. ¿De dónde vendrán? Sígoles la pista como hago con las hormigas que, al principio del invierno, me aparecen en la despensa, y veo que casi todas se cuelan por debajo de la puerta, aunque las más menudillas, fusas o semifusas e incluso alguna semicorchea, entran por las rendijas del marco, y otras, las menos, por las de la ventana, aunque éstas envueltas en una aureola de luz como su fueran fosforescentes.
Cuando acaba de tocar, casi todas las notas se difuminan, o más bien se esfuman; regresan al pozo del tiempo del que han salido o se disuelven en el aire, que queda claro y diáfano, salvo por algunas pocas, que permanecieron unos instantes más, obedeciendo a un calderón, en las esquinas o en los rincones, resistiéndose a desaparecer pero perdiéndose finalmente como quien se adentra en la niebla. Entonces Marisol me mira y me sonríe. “¿Qué haces sentado en el suelo?”, me pregunta. “Nada, sólo escuchaba”.