Y así fue como más de un conservador de anecdóticas inquietudes artísticas se arrepintió de haber escuchado por fin la voz de Chaplin. Se trataba del inmigrante, el camarero, el trasnochado, el vagabundo que siempre prefirió a abrir la puerta y luego tener que pedir perdón, que quedarse sin poder velar lo que algunos se empeñaban, por aquel entonces, en ocultar.
“Un rey en Nueva York” (Charles Chaplin, 1957)
A finales de los años 40 sucedió en Hollywood una súbita vuelta al cine mudo, pero en esta ocasión los motivos no fueron los que hoy pueden hacer a la estética de una película, véase “The Artist” (Michel Hazanavicius, 2011) o “Blancanieves” (Pablo Berguer, 2012), sino más bien la hipocondría de una democracia voluble, aterrada o, más bien, dispuesta a aterrar, con la vieja estrategia del enemigo al acecho, el malo de la película, que por aquel entonces parecía ser el partido comunista en el imaginario, y sus simpatizantes en la práctica.
La persecución del pensamiento progresista, que se cebó curiosamente con las cumbres más altas del ámbito artístico (suponemos que es donde se sienta precedente), llevó a que populares autores tuviesen que emigrar o no volver a Estados Unidos para seguir con su trabajo, y un caso de renombre fue el de Charles Chaplin, quien viajando a Londres para el estreno de “Candilejas” (1952) recibió un telegrama que le informaba que, por el hecho de mantener un diálogo epistolar con Pablo Picasso, si volvía a pisar Estados Unidos sería juzgado por traición a la patria. Naturalmente, el actor nunca volvió a poner un pie en tierras estadounidenses. Por otra parte Chaplin, conocido entre otras cosas por aquella magnifica escena de “Tiempos modernos” (1936) en la que ridiculizaba las posibilidades del cine sonoro con una canción que por decir no decía nada, explotó en toda su inmensidad discursiva ante injusticias como la conocida “Caza de Brujas” con su primera película en el exilio “Un rey en Nueva York” (1957).
La fibra militante del artista había perdido ya su miedo escénico con “Tiempos modernos”, había celebrado su puesta de largo con “El Gran Dictador” (1940) pero fue con “Un rey en Nueva York” cuando la palabra hablada, puesta a irse del convento, dejó caer el velo que impedía al oído vaquero descifrar lo que para otros era de sentido común. Y así fue como más de un conservador de anecdóticas inquietudes artísticas se arrepintió de haber escuchado por fin la voz de Chaplin. Se trataba del inmigrante, el camarero, el trasnochado, el vagabundo que se fue mimetizando en otros papeles sin corromper nunca ese halo de inocencia, también llamado humor, y que siempre optó por abrir la puerta y luego tener que pedir perdón, a quedarse sin poder velar lo que algunos se empeñaban, por aquel entonces, en ocultar.