Cuando deslizaba su fría mano sobre la espalda, toda mi piel se agitaba como si hubiera recibido una descarga eléctrica que erizaba los vellos cual resortes de una trampa. Cortos espasmos agitaban los músculos de brazos y piernas conforme aquella sensación gélida descendía hasta arrebatarme el calor atrapado en mi cuerpo. Entornaba entonces los párpados en señal de entrega y dejaba exhalar un vaho húmedo, con la intensidad de un beso al aire, mientras me acurrucaba como un niño bajo las mantas. Y es que adoraba esas caricias con las que diciembre me recibía trémulo cada noche en la cama, despertándome deseos de no querer levantarme.