Carlos Monsiváis (Ciudad de México, 4 de mayo de 1938 - 19 de junio de 2010)
CARLOS MONSIVÁIS, EL LECTOR DE SIGNOS Por William Ospina
A mediados del siglo XX Jean Paul Sartre escribió un ensayo sobre las ciudades norteamericanas, otro sobre la poesía negra escrita en lengua francesa, y otro sobre los móviles de Calder. El principal valor de esos textos, me parece a mí, consiste en que se proponían leer cosas que no habían sido suficientemente leídas por el saber occidental, y proponer criterios de valoración. Yo diría que es más fácil escribir sobre Shakespeare o sobre la Divina Comedia que escribir sobre las nuevas tribus urbanas, sobre la Internet o sobre el papel de las telenovelas en el orden mental de las sociedades latinoamericanas. Y la razón es sencilla, sobre Shakespeare y Dante se ha escrito tanto, está ya tan establecida una valoración fundamental de sus obras, que el comentarista no se verá en la necesidad de definir la importancia del objeto que se propone analizar, ni establecer los criterios de esa valoración. Pero nada es tan difícil como leer lo no escrito, como mirar por primera vez lo no mirado, y ese es el sentido que tiene para la América Latina la obra de Carlos Monsiváis. Su trabajo disperso en muchos libros y en centenares de crónicas, artículos y entrevistas es un asedio a la realidad de las sociedades contemporáneas hecho con una notable libertad de aproximación, con los recursos de la lucidez y de la ironía, y con una compleja y múltiple información, y tal vez sólo un habitante de Ciudad de México podía haberla concebido y ejecutado. Porque México, que era ya la ciudad más grande del mundo hace cinco siglos, sigue siéndolo hoy, y estos cinco siglos la han cargado de una complejidad extraordinaria. Las grandes urbes latinoamericanas México, São Paulo, Buenos Aires, son abrumadoras encrucijadas culturales, desvelado laboratorio de fusiones planetarias donde se cruzan las piedras del sol, las cintas de Moebius y los alephs de la modernidad, y su verdad no está trazada sólo en los alfabetos de la tradición, sino en una jungla de signos que tiene que ser observada y descifrada con instrumentos de todas las procedencias. Baudelaire dijo que “la naturaleza es un templo cuyos pilares vivientes dejan salir a veces palabras confusas” y que “por allí pasa el hombre atravesando florestas de símbolos que lo observan con una mirada familiar”. Cosas mucho más complejas habría que decir de las culturas que han brotado de esa naturaleza, y a veces contra ella; de estas sociedades donde se mezclan sin cesar las culturas y sus signos. Ciertos filósofos afirmaban que sólo vemos lo visto, que sólo somos capaces de percibir lo percibido. Ese dictamen platónico nos haría incapaces de acceder a lo nuevo, de entrar en el torrente circulatorio de las ciudades de Heráclito, en el vértigo de relojes divergentes que marca el ritmo de la modernidad. Entre selvas de cosas indescifradas avanza el paseante de la ciudad contemporánea, que, más que un lector de alfabetos convencionales, tiene que ser un lector perspicaz de los signos. Carlos Monsiváis, paseante sensible y lúcido de la cosmópolis latinoamericana, nos enseña que el lector de signos de la modernidad tiene que ser necesariamente un creador. Porque, como decía Borges, “en los comienzos de una literatura nombrar equivale a crear”, y la literatura del mundo contemporáneo vive en un comienzo permanente. Las ciudades existen desde siempre, pero la conciencia de organismo de la ciudad moderna nació con Víctor Hugo y con Flaubert, con Dickens y con Balzac, con Joyce y con Alexander Doblin. La ciudad moderna requiere los ojos de insecto de Franz Kafka, la sensibilidad trasplantada de Joseph Conrad, la laboriosidad espasmódica de Pablo Picasso, la voracidad intelectual de Alfonso Reyes, las alejandrías de Borges o de César Aira, la lengua experimental de Neruda o de Lezama Lima, la capacidad de ver lo no visto y de leer lo no escrito que tiene Carlos Monsiváis. Nuestra cultura urbana contemporánea tiene la necesidad y el deber de sentirlo y de pensarlo casi todo. El tono de la voz de María Luisa Landín o de Toña la Negra, el cuello arqueado para el beso de Dolores del Río, los ritos de las nuevas tribus urbanas, su piercing y sus tatuajes, la máscara de plata de El Santo y el rostro indescifrable que hay debajo, las estampas cantadas de la Revolución mexicana, los altares de los buses, las calcomanías de los camiones, la secuencia de los folletines y el tiempo perseguido de las historietas, las sentencias sublimes de los vendedores callejeros, las luces espasmódicas de las discotecas, los colores de la Virgen de Guadalupe o el descenso al Hades de Juan Preciado, la educación sentimental del bolero, el arte narrativo del son cubano o del vallenato, las soldadescas borrachas, las huelgas traicionadas, las matanzas oníricas, las vísperas esperanzadas y las frustraciones del día después, los pensamientos que se comprimen en aforismos, los aforismos que pueden desglosarse en vastos pensamientos, la vocación de organismo que tienen las urbes, la floración espontánea del arte en las selvas de concreto, Montesquieu descifrado por Benito Juárez, los milagros del tiempo detenido en papel fotográfico, las ideas liberales y sus naufragios de sangre, los aires de familia de todo un continente, el tiempo cíclico de los diarios, el sueño unánime de los cinematógrafos y el esplendor de cada mercado popular, las mitologías del delito y la flor danzante de los mestizajes, la poesía del claustro y la de la taberna, los disfraces de la religión y las verdades del simulacro, todas esas cosas sagradas y profanas son el polen de signos de la cultura, y Holderlin tenía razón cuando dijo, recordando a Jean Jacques Rousseau, que “los signos han sido, desde el comienzo del tiempo, el alfabeto en que nos hablan los dioses”. Aprender a leerlos, como lo hace Carlos Monsiváis, es vital para sostener en tiempos confusos el andamiaje de la civilización, y también, en caso extremo, para sobrevivir al gran naufragio. (Palabras leídas en la Casa de América de Madrid)
Carlos Monsiváis, sobre Carlos Fuentes. FIL de Guadalajara, 2008
LUIS CERNUDA: EN EL CENTENARIO DE SU MUERTE Por Carlos Monsiváis
I "Un poema, afirmó Cernuda, es casi siempre un fantasma." No en su caso. A (...) años de su muerte, su obra sigue actuando poderosamente entre críticos y lectores, tan contemporánea como irreductible a la moda, expresión de una perfecta alianza de maestría técnica y sinceridad poética y personal. Desde los poemas, Cernuda se defendió, se explicó, actuó sus emociones y maldijo, con apasionada sequedad, a sus imposibilidades. Desde su marginalidad, resguardó a su obra y fue fiel a una intensidad que unificó y fundió vida, poesía y proceso cultural. En él todo es autobiografía y, al mismo tiempo, todo es literatura: un poema extiende y subraya —sin regateo ni autocomplacencia— la experiencia personal, y su visión tajante de las relaciones humanas parte de una poética de la desolación. Una biografía vasta y reducida a la vez: libros, amores efímeros, escasas amistades literarias, clase de literatura. En Sevilla, su ciudad natal, es discípulo de Pedro Salinas: "Apenas hubiera podido yo, en cuanto poeta, sin su ayuda, haber encontrado mi camino." El aprendizaje literario es sucesión de predilecciones entrañables: el amor a la tradición que vivifica el contacto de la novedad: "Tradición... no conozco palabra tan hermosa como ésta"; el estudio de los clásicos españoles: Garcilaso, Fray Luis de León, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón: "Si me preguntara quién es para mí el primer escritor español, yo respondería Góngora"; la frecuentación de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé; el descubrimiento y la exploración de la poesía inglesa, de Blake a Browning a Eliot: "No me buscarías si no me hubieras encontrado". Una lectura definitiva: André Gide. "Los extremos me tocan", dice Gide, y Cernuda, guiado por esta "embriaguez lúcida", se reconcilia consigo mismo, con una naturaleza profunda hecha de la verdad de su amor verdadero y del desprecio por cualquier hipocresía, sexual o literaria o política. En 1924, Cernuda llega a Madrid y participa del impulso de la generación del 25 o el 27: García Lorca, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Emilio Prados, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Vicente Aleixandre. Comparten el cultivo especial de la metáfora, la reacción contra el esteticismo (modernismo) y un entusiasmo lírico que, en Cernuda, conducirá según Pedro Salinas al "cernido más fino, el último posible grado de reducción a su pura esencia del lirismo poético español". Su primer libro, Perfil del aire (1927), muestra, dice Lorca, una "efusividad lírica gemela de Bécquer". (Con sus diferencias: Cernuda llama imaginación y lógica poética a lo que en Bécquer fueron inspiración y razón.) Perfil del aire es recibido de modo hostil o frío, lo que Cernuda resentirá hasta el final. "Anacronismo y contemporaneidad", señala Jaime Gil de Biedma, son los polos dialécticos de Cernuda, quien, en una misma etapa, escribe influido por Garcilaso, Rimbaud y Reverdy. En 1929 termina Un río, un amor. En 1931 inicia Los placeres prohibidos, que integrará en La realidad y el deseo (1936). Al estallar la Guerra Civil sale de España y da clases de literatura en Glasgow, Cambridge, Londres, Mount Holyoke y México, donde se enamora, donde reúne casi toda su poesía en La realidad y el deseo (1958) y donde permanece desde 1952 hasta su muerte. El exilio le resulta un orbe circular de trabajos oscuros, soledad, existencia vicaria, estado ilusorio que no es ni vigilia ni sueño: "La conciencia de ese vivir es que nada se interpone entre nosotros y la muerte: desnudo el horizonte vital, nada percibía delante sino la muerte. Afortunadamente, el amor me salvó, como otras veces, con su ocupación absorbente y tiránica, de tal situación."
II El amor, iluminación privilegiada del ser humano, lo que se opone y define al mundo. Para Cernuda, la capacidad de enamorarse es raíz estética que le permite al poeta, "aun en las peores horas, cuando todo parece confabularse contra él, que siempre le quede, cuando menos, la embriaguez dramática de la derrota". Por eso él califica —con satisfacción apenas disimulada— de "excesiva hasta el ridículo" su capacidad de apasionarse y por eso, en su exaltación lírica, la mezcla de orgullo y melancolía, de contentamiento y desesperanza. Todo es pasajero y contemplar la vida es "asistir a una desagradable comedia policiaca". Para Cernuda el amor es plena y exclusivamente homosexual. A partir de Los placeres prohibidos, Cernuda renuncia a cualquier subterfugio y desafía a un medio, la España de los treinta, en donde asumirse como homosexual, fuera o dentro del poema, es un suicidio social. Sin tregua, Cernuda lucha por los derechos civiles de una minoría con el método más sencillo: ejercerlos ampliamente. Al no ocultar ni causa ni predilecciones es aplicable lo que él mismo, a propósito de Corydon, dice de la obra de Gide: "Descansando en su propia vida, teniendo como materia principal la sustancia misma de que se nutre ésta, requería tal rara sinceridad, venciendo pudor o complacencia, si dicha obra había de ser entendida en toda su singular individualidad compleja". En el poema "Diré cómo nacisteis" se transparenta la utopía subversiva de Cernuda, su creencia en el poder formidable del placer prohibido: "Su fulgor puede destruir vuestro mundo".A Cernuda, su homosexualidad le sirve de punto de partida de una ética y de una estética. La ética se inspira en una idea: "Carácter (o sea elección sexual) es destino", y de allí se desprenden tanto personajes poéticos como conducta personal: "Así, frente a la turbamulta que se precipita a recoger los dones del mundo, ventajas, fortuna, posición, me quedé siempre a un lado, no para esperar, como decía mi hermana, a que acabaran, porque sé que nunca acaban o si acaban, que nada dejan, sino por respeto a la dignidad del hombre y por necesidad de mantenerla."
A su vez, la estética nace de la contemplación de un cuerpo joven (lo que puede ser también ética de la sinceridad: hay que revelar públicamente los deseos para despojarlos de cualquier sordidez). Para Stendhal la hermosura es promesa de dicha; según Cernuda, la poesía se nutre y le da permanencia a la belleza efímera: "La hermosura física juvenil ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder o encanto a todo lo antepongo." (De allí la dedicatoria de La realidad y el deseo: "A Mon Seul Désir".) Pero tal estética desemboca en una limitación personal. Desde muy joven, Cernuda, a fuerza de adorar a los objetos de su deseo, se sitúa en el filo de la navaja entre la lucidez y la autocompasión. Al principio, es la cauda de símbolos clásicos: el marinero, el cuerpo joven recortado sobre la playa, el pastorcito. Después Cernuda se abandona al tono patético de la vejez que es, en sí misma, degradación: Mano de viejo manchaEl cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo debe
Pasar de largo junto a la tentación tardía.
III Según Gil de Biedma, Cernuda define su identidad en relación a dos hechos: su condición de poeta y su condición de homosexual. Él se siente siervo de la poesía, alguien tan fatalmente destinado a ese ámbito que no espera más recompensas ajenas a su trabajo: Gracias por la rosa del mundo.Para el poeta hallarla es lo bastante,E inútil el renombre u olvido de su obra,Cuando en ella un momento se unifican,Tal uno son amante, amor y amado,Los tres complementarios luego y antes dispersos:El deseo la rosa y la mirada.
Los libros se suceden: Donde habita el olvido (1932-1933), Invocaciones(1934-1935), Las nubes (1937-1940), Como quien espera el alba (1941-1944),Vivir sin estar viviendo (1944-1949), Con las horas contadas (1950-1956) y Desolación de la Quimera (1956-1962). En su obra se nota una progresión, no de perfección ni de madurez del personaje (y eso lo probará la edición de La realidad y el deseo que engloba a todos sus libros), sino de sinceridad decantada, la sinceridad como el extremo en que se concilian dudas y seguridades. De allí la extrema importancia de Desolación de la Quimera, resumen eficaz de la obra donde Cernuda elude su devoción incondicional por la imagen y se dedica a contar lisa y llanamente su odio a España y a sus paisanos, sus obsesiones, sus querellas, su amor desafiante y verdadero.