Marcelo Abengoa, un español empleado en una empresa de remozado de hoteles que aguarda en el aeropuerto de Pittsburgh a que amaine el temporal de nieve que tiene detenido el tráfico aéreo, decide amenizar la espera pegando la hebra con Claudio, otro español, profesor en una universidad norteamericana que debe volar a Buenos Aires. Marcelo, cargante conversador que no ahorra ningún enviciamiento hispano de gestos y locuciones a ojos y oídos de Claudio (narrador que empedra su pedantesco discurso interno con frecuentes expresiones en inglés), cuenta al estirado profesor su experiencia en el Town Hall Hotel de Buenos Aires con una misteriosa mujer allí hospedada, Carlota Fainberg, dando así paso a una de las técnicas usuales —la del “amigo que cuenta a otro”— practicadas en el preciado género británico de las Ghost Stories, las historias de fantasmas, corriente del que este texto es sin duda parodia en buena parte.Por supuesto, este aire fantasmal del planteamiento también se extiende al escenario, no ya del hotel mencionado, edificio que debió ser lujoso al modo de un Waldorf Astoria de Nueva York en los años 30, pero que ahora se arruina como una vieja estrella del cine mudo, apolilladas sus alfombras, desgobernados los mandos de su ascensor manual, polvorientos sus cortinones y envejecido el personal de servicio, sino a la propia ciudad, un Buenos Aires siempre nocturno, irreal en su cielo negro, y que se debate a la vez entre las tormentas eléctricas, las restricciones y la hiperinflación.Me perdonarán pero es que hasta aquí puedo leer. Baste decir que el tono irónico y hasta sarcástico que emplea el autor en la novela, asegura no ya la sonrisa sino alguna que otra carcajada, sobre todo a mi entender en el retrato de Claudio, el individuo que desde el desprecio por Marcelo pasa a una callada admiración para desembocar como personaje en el ridículo patetismo del final.Por mi parte confesaré que de haber sido el encargado de realizar el reparto para un supuesto film, no hubiera tenido duda: Marcelo es James Gandolfini en el Tony Soprano de “Los Sopranos” ; Claudio sería interpretado en largo cameo por Luis Alberto de Cuenca, por ejemplo, y Carlota Fainberg por la Faye Dunaway de los mejores tiempos. La limpiadora, una resucitada Lola Gaos.Léanla cuanto antes, amigüit@s del blog y si puede ser, de una sentada, porque el denostado género de la novela corta, como es el caso, cobra en las teclas de precisión relojera de Muñoz Molina todo interés y divertimento.
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Marcelo Abengoa, un español empleado en una empresa de remozado de hoteles que aguarda en el aeropuerto de Pittsburgh a que amaine el temporal de nieve que tiene detenido el tráfico aéreo, decide amenizar la espera pegando la hebra con Claudio, otro español, profesor en una universidad norteamericana que debe volar a Buenos Aires. Marcelo, cargante conversador que no ahorra ningún enviciamiento hispano de gestos y locuciones a ojos y oídos de Claudio (narrador que empedra su pedantesco discurso interno con frecuentes expresiones en inglés), cuenta al estirado profesor su experiencia en el Town Hall Hotel de Buenos Aires con una misteriosa mujer allí hospedada, Carlota Fainberg, dando así paso a una de las técnicas usuales —la del “amigo que cuenta a otro”— practicadas en el preciado género británico de las Ghost Stories, las historias de fantasmas, corriente del que este texto es sin duda parodia en buena parte.Por supuesto, este aire fantasmal del planteamiento también se extiende al escenario, no ya del hotel mencionado, edificio que debió ser lujoso al modo de un Waldorf Astoria de Nueva York en los años 30, pero que ahora se arruina como una vieja estrella del cine mudo, apolilladas sus alfombras, desgobernados los mandos de su ascensor manual, polvorientos sus cortinones y envejecido el personal de servicio, sino a la propia ciudad, un Buenos Aires siempre nocturno, irreal en su cielo negro, y que se debate a la vez entre las tormentas eléctricas, las restricciones y la hiperinflación.Me perdonarán pero es que hasta aquí puedo leer. Baste decir que el tono irónico y hasta sarcástico que emplea el autor en la novela, asegura no ya la sonrisa sino alguna que otra carcajada, sobre todo a mi entender en el retrato de Claudio, el individuo que desde el desprecio por Marcelo pasa a una callada admiración para desembocar como personaje en el ridículo patetismo del final.Por mi parte confesaré que de haber sido el encargado de realizar el reparto para un supuesto film, no hubiera tenido duda: Marcelo es James Gandolfini en el Tony Soprano de “Los Sopranos” ; Claudio sería interpretado en largo cameo por Luis Alberto de Cuenca, por ejemplo, y Carlota Fainberg por la Faye Dunaway de los mejores tiempos. La limpiadora, una resucitada Lola Gaos.Léanla cuanto antes, amigüit@s del blog y si puede ser, de una sentada, porque el denostado género de la novela corta, como es el caso, cobra en las teclas de precisión relojera de Muñoz Molina todo interés y divertimento.
Marcelo Abengoa, un español empleado en una empresa de remozado de hoteles que aguarda en el aeropuerto de Pittsburgh a que amaine el temporal de nieve que tiene detenido el tráfico aéreo, decide amenizar la espera pegando la hebra con Claudio, otro español, profesor en una universidad norteamericana que debe volar a Buenos Aires. Marcelo, cargante conversador que no ahorra ningún enviciamiento hispano de gestos y locuciones a ojos y oídos de Claudio (narrador que empedra su pedantesco discurso interno con frecuentes expresiones en inglés), cuenta al estirado profesor su experiencia en el Town Hall Hotel de Buenos Aires con una misteriosa mujer allí hospedada, Carlota Fainberg, dando así paso a una de las técnicas usuales —la del “amigo que cuenta a otro”— practicadas en el preciado género británico de las Ghost Stories, las historias de fantasmas, corriente del que este texto es sin duda parodia en buena parte.Por supuesto, este aire fantasmal del planteamiento también se extiende al escenario, no ya del hotel mencionado, edificio que debió ser lujoso al modo de un Waldorf Astoria de Nueva York en los años 30, pero que ahora se arruina como una vieja estrella del cine mudo, apolilladas sus alfombras, desgobernados los mandos de su ascensor manual, polvorientos sus cortinones y envejecido el personal de servicio, sino a la propia ciudad, un Buenos Aires siempre nocturno, irreal en su cielo negro, y que se debate a la vez entre las tormentas eléctricas, las restricciones y la hiperinflación.Me perdonarán pero es que hasta aquí puedo leer. Baste decir que el tono irónico y hasta sarcástico que emplea el autor en la novela, asegura no ya la sonrisa sino alguna que otra carcajada, sobre todo a mi entender en el retrato de Claudio, el individuo que desde el desprecio por Marcelo pasa a una callada admiración para desembocar como personaje en el ridículo patetismo del final.Por mi parte confesaré que de haber sido el encargado de realizar el reparto para un supuesto film, no hubiera tenido duda: Marcelo es James Gandolfini en el Tony Soprano de “Los Sopranos” ; Claudio sería interpretado en largo cameo por Luis Alberto de Cuenca, por ejemplo, y Carlota Fainberg por la Faye Dunaway de los mejores tiempos. La limpiadora, una resucitada Lola Gaos.Léanla cuanto antes, amigüit@s del blog y si puede ser, de una sentada, porque el denostado género de la novela corta, como es el caso, cobra en las teclas de precisión relojera de Muñoz Molina todo interés y divertimento.