A los quince años ya sabías que el mar iba a ser tu casa.
Te convencieron los tragos endiablados que pegaste a la botella literaria, oscura y portuaria de Stevenson, cuando surcaste los mares del sur junto a Jack London siendo testigo mudo de sus escarceos amorosos dentro y fuera del mar. Remató tu decisión la novela de Herman Melville: Te enrolaste en el ballenero capitaneado por el capitán Ahab para navegar la infinitud del océano y capturar a ese leviatán níveo de nombre Moby Dick. Su único anhelo era la venganza; derrotar al monstruo que años atrás le destrozó la pierna sobre la que sostenía su vida fuera del agua.
Pero al puerto de Roses no arribaban balleneros. No era tan literario como los tesoros de las islas de Stevenson ni tan frío como las aguas árticas que se rompían al paso de esas naves gobernadas por rudos marineros. Así que acabaste comenzando en la lonja, recibiendo a los pescadores de alta y media mar cargados de frutos marinos. Durante las primeras horas ayudabas en la subasta. Esa ayuda daba a su fin cuando pasabas la manguera para limpiar los restos. Más tarde, cuando los muelles y los amarres restaban en calma, te sentabas frente al horizonte a dejarte mecer por los cantos de sirenas que escupían las aguas y las novelas que sostenías entre las manos. Esas melodías calaron en ti. También en tu familia, que ya no pudo posponer más tu decisión dejando que pisaras aquella cubierta pocos días después de la festividad del Carmen, patrona del pescador y su oficio.
Ahora rememoras tus inicios. Esos primeros pasos titubeantes en proa y tus primeras horas a bordo de aquel pesquero con nombre de mujer, deletreando las letras sanguinas que decoraban el casco: “Carme”. Y con él, y con ella, has compartido penas y alegrías, llantos y risas, alcanzando lo que ansiabas ser. Has atravesado mil dificultades, has sobrevivido a tormentas perfectas, has anclado decepciones y has arriado victorias. Has visto la muerte bracear a tu lado, adelantarte y dar caza a compañeros hundidos. Pero este Mediterráneo tiene su particular Triángulo de las Bermudas. Esa geometría que se traga las cosas malas, los aciagos recuerdos, los latidos descompasados de esos corazones que abandonaron el barco, los capitanes que perdieron su batalla contra los azotes coléricos del mar. Ha sido hoy cuando has faenado por última vez tras cuarenta años avistando aguas. Los ecos de tu pasado han remado en todas direcciones y has repasado todo lo bueno y todo lo peor de esta profesión que, últimamente, se ahoga en decisiones políticas que la dejan varada en los despachos. Porque más arriba de los patronos, a las oficinas, no llegan los ecos de sirenas que un día se anclaron en tu alma. Ellos quieren el pescado, tú, el arte de quien persigue un banco de peces navegando junto al mar y no sobre él.
Hoy te jubilas. Eres consciente que ya nada será igual en tu vida, que no abandonarás tierra firme. Como premio por tu constancia y dedicación, te dejarán participar en las subastas, como cuando tenías quince años. Barrerás con agua la lonja, limpiando desperdicios y rescatando recuerdos. Incluso te pedirán consejo esos jóvenes que embarcan por vez primera. Y cuando decline la tarde, te sentarás con tu nieto a contemplar la puesta de sol, o iréis hasta el espigón a tirar la caña y esperar la suerte. Él, a sus diez, años adora las historias de aguerridos marinos que brotan de tus labios. Hombres valientes que la literatura y su abuelo han convertido en inmortales personajes.
Recoges todas tus pertenencias del “Carme” y te despides de tus compañeros. Hay una recepción en la cofradía, y en el bar del puerto os reunís con el resto de familiares y allegados que quieren acompañarte en tus últimas horas de marinero… Aunque sonreirás por dentro; la profesión no se abandona nunca, y llorarás la emoción por fuera sin encontrar un remedio que esconda ese nudo marino alojado en tu garganta.
Es tu nieto el que te espera al final de la pasarela para acompañarte a esa fiesta final que no deseas. Se acerca a ti con una hoja en la mano. Es un dibujo coloreado de un súper héroe arponeando una monstruosidad marina y lanzando cables a unos pescadores que luchan contra un mar iracundo. No sabes qué decirle, sólo aprietas el lienzo infantil contra tu pecho y con la mano libre acaricias su cabeza. Entornas los ojos...
-Abuelo, hoy me han preguntado en la escuela qué quiero ser de mayor. Les he contestado que quiero ser lobo de mar, como tú.
Abres los ojos, anegados por dos océanos de aguas pacíficas y silentes...