Estamos tan acostumbrados a sentarnos en la butaca a oscuras y recibir de inmediato destellos luminosos y ruidos y estruendos y síncopes visuales que enfrentarnos a una narración pausada, ágil, comedida, plácida, acaba por convencernos que nos hallamos ante un producto más propio de la pantalla televisiva familiar que de una sala de cine y caemos en el error de catalogar una pieza donde no le toca.
Luego, cuando el cinéfilo rumiante va machacando los recuerdos de lo visto empieza a hallar sabores inesperados y como ocurre con las películas de corte clásico bien hechas, se da cuenta que el taimado director ha aderezado muy bien el plato presentado y aparecen en la memoria detalles que confirman nuevos aspectos de una trama teóricamente predeterminada a cuya apariencia ayuda no poco el título elegido para la exhibición.
Mike Binder ejerce como guionista y director a un tiempo lo que produce en el desconfiado cinéfilo un temor demasiadas ocasiones confirmado: la demostración que el juanpalomismo (de Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como) existe y causa estragos, temor a desechar de inmediato en el caso que nos ocupa porque el bueno de Binder se aplica mucho para acercarse a la autoría real: podemos afirmar que trabaja a conciencia la trama ideada, que los diálogos son bastante buenos y que además sabe dirigir la película, eso tan aparentemente sencillo que significa que con su cámara nos cuenta cosas.
Ahí es nada.
Lo mejor para ella ofreciendo una alternativa a mi entender demasiado blanda y acomodaticia aunque más cercana a la realidad, sin que dicha cercanía sea deseable, como ocurrió con Rosemary's Baby.
Si seguimos el itinerario señalado por el título original probablemente esperaremos hallar una película que nos hable de la problemática racial en los E.E.U.U. y acabaremos por encontrar una trama que no la muestra como suponíamos: tengo para mí que el título se aprovecha del tirón mediático pero Binder trasciende y amplía considerablemente la propuesta ideológica y ofrece mucha más materia de la que vemos en primer término.
Hagamos un alto para una somera sinopsis: Elliot Anderson (Kevin Costner, fantástico) acaba de enviudar y se hace cargo del cuidado de su nieta Eloise (Jillian Estell, perfecta), de siete años, que lleva viviendo con él desde que nació (su madre falleció en el parto y su padre está en presidio) y en el mismo momento de celebrar el funeral en su casa después del sepelio de su esposa, la abuela paterna, Rowena "Wewe" Jeffers (Octavia Spencer, fantástica), le da un beso en la mejilla y le dice que lo mejor para la niña sería irse a vivir con su abuela, porque con el abuelo no es lo mismo, y que tiene una amplia familia.
El añadido es que Wewe es negra, Elliot es blanco y Eloise, claro, es una dulce y guapa niña mulata.
Elliot dice que nones y Wewe se va contrariada asegurando que eso no va a quedar así.
Y Elliot, automáticamente, se saca un pañuelo del bolsillo y se quita el carmín que en la mejilla le ha dejado Wewe.
Porque sabe que le ha dejado carmín en la mejilla. Porque lo hace siempre. Hay una costumbre pacífica en el gesto. Una normalidad.
Binder, como decimos por aquí, no da puntada sin hilo: los diálogos de su guión están depurados para acercarse a una realidad cotidiana expresando ideas y sentimientos huyendo de la ramplonería simplista que se aboca al uso de palabrotas: cuando Rick, socio y amigo de Elliot comparece en el hospital, recién notificado el deceso, actúa como lo haría cualquier buen amigo: ofreciéndose y sintiéndose incapaz de consolar por la gran pena presente y lo manifiesta sin necesidad de tacos e incluso, para lo acostumbrado en el mundo anglosajón, físicamente, con un sentido abrazo.
Al aparecer el padre de la niña, Reggie (André Holland), súbitamente liberado, la cosa se complica y más aún cuando se cierne la amenaza de un pleito.
El seguimiento del proceso tendrá sus particularidades, notables en cualquier caso para una sociedad que acostumbra a judicializar en exceso sus relaciones casi mostrándose incapaz de solventar por sí mismos sus problemas con un buen arreglo.
Binder no focaliza la atención en la acción judicial, que se desarrollará a lo largo del metraje (dos horas) y llegará a una conclusión difícil de evaluar sin considerar todos los aspectos que el astuto director y guionista nos va plantando uno tras otro de forma muy cinematográfica, sin apenas diálogos, únicamente con gestos y actitudes y el uso de una caligrafía cinematográfica sólida y económica, adecuada y mantenida en el ritmo, sin enfatizar especialmente nada, como pretendiendo que las señales, los signos de su narración, afloren en el recuerdo del conjunto.
Los caracteres pergeñados por Binder revisten una riqueza psicológica que les aleja de los meros prototipos tanto como del maniqueísmo presente en productos de baja calidad: Elliot es un dipsómano creciente desde su viudez y frente al peligro de perder su nieta y Reggie es un adicto al crack capaz de mentir a todos: el primero odia al otro porque le considera causante indirecto de la muerte de su niña (a la que recuerda más que a su propia esposa, lo que refuerza el poder del afecto paterno) y Reggie miente incluso a su madre, Wewe, mujer de negocios que con su esfuerzo ha conseguido poseer dos casas, una frente a otra, donde vive toda su numerosa familia, la mayoría a su costa.
Pero cuando Elliot va a casa de Wewe y se hace acompañar como chófer por Duvan, africano inmigrante que trabaja mucho tiene varios títulos académicos, entra en el lugar como pedro por su casa y lo presenta, jocosamente, como ¡su guardaespaldas! mientras abraza, uno tras otro, a los parientes de su nieta.
Más tarde irá a buscar a su niñita porque el padre se la llevó mediante engaño y, sin alterarse al ver a Eloise tocando el piano con sus primos, en una improvisada jamm session, con la abuela Wewe rezumando alegría, va a por Reggie y le espera en la puerta de atrás porque sabe que saldrá por allí.
Después de unos manotazos y empujones, Elliot, antes de irse, recoge los cubos de basura que se vuelcan en la refriega. Un detalle que no puede, no debe, pasar desapercibido.
Binder pues se sirve muy bien de la cámara para ir contando una historia nada lineal, compleja como lo es la realidad de unas gentes que tienen aciertos y errores sin que ni el odio ni la mala fe empañen una relación que se mueve por derroteros distintos a los planteados a priori, con unos afectos y rencores que, como en la vida, se van modulando, muy lejos de los extremos, en la gran zona de cientos de grises que florecen a cada hora de las veinticuatro que cuenta un día.
Ambos abuelos desean lo mejor para la niña pero cada uno lo hará desde una perspectiva que contiene razones pendientes de la propia satisfacción, sin tenerla mucho en cuenta: Elliot, que es un abogado adinerado, por una parte ansía una sustitución de su fallecida hija al tiempo que pretende alejar a la nieta de la perjudicial influencia de su padre, Reggie : de hecho, la oveja negra de su familia. Porque Wewe, que se ha hecho a sí misma, es una férrea mujer de negocios que mantiene a un grupo de zánganos que siquiera la ayudan y se lamenta de no haber educado bien a Reggie: pero en el fondo, subyace el convencimiento que, fallecida la abuela materna, corresponde a la abuela paterna criar a la niña, con el añadido de crecer con su numerosa familia.
Pero lejos de las típicas películas de pleitos similares, Binder aboga por un alejamiento de las instancias oficiales y completa con retazos vitales el curso de los acontecimientos en los que se ven involucrados unos personajes que, realmente, se aprecian. Aunque sea en el fondo: son la familia de Eloise: son familia.
Esta riqueza de los personajes la puede mostrar Binder gracias al elenco escogido con muy buen tino porque todos realizan un trabajo elogiable, comedido y sobrio sin exagerar más de lo que haría el personaje en cada momento, lo que permite suponer que, además de notable guionista y director de cine, Binder sabe dirigir a sus actores: los múltiples detalles, nimios, que acaban conformando una personalidad, no serían posibles sin el ojo avizor de quien demuestra claramente saber llevar las riendas de un carruaje que esperábamos trazara una línea clara y acaba dejando varias huellas a seguir, quedando, por supuesto, a un nivel muy superior a la típica telecomedia familiar al uso.
En definitiva, una película imperdible para el aficionado a tramas bien urdidas, sólidas, en torno a personajes muy reales: un plato para paladares educados acostumbrados a gozar de los matices.