Supongo que es por mi escaso sentido patrio, por la incapacidad de identificarme con lo cercano cuando lo cercano tiene poco que ver conmigo o, no sé, porque quizás estas cosas son como el Clipper de fresa, que si lo tomas desde chiquitito ya no hay forma de sacarlo de tus adentros. Puede que sea por esto, definitivamente, por lo que a mí las murgas, ni fu ni fa (inserte sonrisa de medio lado, por favor). El carnaval de mi infancia era un carnaval de mascaritas casa por casa pidiendo duritos y huevos para hacer tortillas con voz de viejita, y recuento del botín final en la mesa de la cocina. Cero murgas infantiles, ni comparsas ni nada de eso. Es lo que tiene ser de pueblo, de un pueblo chico, además.
No me llegan las murgas, reconduzco la columna, por varias razones, que tal vez no vengan al caso pero que me siento obligada a enumerar tal vez por poner un poco de orden en mi propia cabeza. En primer lugar, siempre me ha parecido que hay demasiadas personas a la vez subidas en ese escenario, lo que dificulta tremendamente la afinación. Supongo que esa superpoblación escénica es la que hace que la mayoría de las veces no me entere de lo que están diciendo (otros dicen que es porque últimamente estoy un poco teniente. No lo niego), y a duras penas consiga reconocer las melodías que usan para encajar sus letras.
Pero por otro lado, no dejo reconocer el tremendo mérito que tienen, las horas que dedican a su gran afición y los buenísimos ratos que hacen pasar a sus seguidores. La vida que le dan al carnaval, en fin. De la misma manera que me resulta dificilísimo no envidiar a esas personas que las disfrutan, que se emocionan con ellas y que viven, de la misma manera, contando los meses que faltan para descubrir y jalear su nueva creación. Una servidora, mientras tanto, se consuela y disfruta también los concursos del carnaval a su manera, con Internet y una mantita, cruzando los dedos por su chirigota favorita. No es lo mismo, pero es igual.
Los ganadores de este año. No son los míos, pero y qué.