El calor era sofocante, opresor. La carretera serpenteaba ingenua, camino del horizonte. El asfalto humeaba. El paisaje convertido en un cruel espejismo. El sudor patinaba por mi frente como un río de lava incandescente. El auto ardía. Desperezándome, giré el cuello y sus ojos colisionaron con los míos. El ámbar de sus pupilas ensombreció mi rostro. Cuánta ternura. Esos ojos hablaban, gritaban, implorando auxilio. No estaba sola: ahí hacinada, compartía espacio con otras compañeras. Movía la boca rítmicamente. No podía escucharla. Quería hablarme, decirme algo, tal vez "ayúdame". Mi cuerpo se estremeció. Inmóvil. Tragué saliva. La caravana de vehículos reinició su caminar lánguido, reptando por el pavimento sofocado. La miré por última vez. El camión me avanzó: “Hermanos Contreras. Transporte de Ganado” leí en el lateral. Nunca he olvidado esos ojos. En mis noches más lúgubres, saturadas de congojas, los baladros de esa vaca, camino del matadero, angustian mis oídos.Texto: Xavier Blanco