CARNET
¿Le gustan los videojuegos?, finalizaba la clase, y acuchillando al tiempo les hablé del Spectrum, de sus cintas para cargar la esperanza -tras media hora de ruido y rayas el callejón sin salida del error-, de las figuras pixeladas, de las pantallas inmóviles… y mis alumnos sonrieron ante el burdo atraso de la época no vivida. Pero no les hablé, sin embargo, de los meses de ahorro en el colegio -propinas de los abuelos, regalos de cumpleaños…- meses para llegar a la deseada posesión de los 64 kas.
Ni les hablé, aunque golpeó las puertas de la memoria, del Salva, inventor del top manta en Móstoles, flautista de Hamelín que arrastraba tras la mesa de camping de su tenderete –móvil según el viento de la policía- a un enjambre de ávidos consumidores de sus cintas piratas. (¿Para cuántos de esos chicos supuso el Salva el primer camello de sus vidas, el precursor de otros vendedores de sueños más duros? Al anochecer vacías las llenas cajas de cartón. Pero sobre todo no les hablé de los juegos que imaginaba antes de dormirme, complejas aventuras durante los meses del ahorro, fascinado con esa palabra: ORDENADOR, pensaba que sus juegos habrían de superar con creces a los de las máquinas de los salones recreativos y los bares de entonces. Posiblemente soñaba las aventuras gráficas con las que ellos se evaden ahora de una realidad más gratuita, y lo más probable es que aquellos meses de anhelante espera configurasen lo mejor que me ofreció el artefacto negro del Spectrum. Después la búsqueda del Salva por los rincones de Móstoles, la adicción temporal que decayó hasta una decepcionante insuficiencia. Yo fui uno de esos chicos que necesitaban drogas más duras para darle esquinazo a la realidad, otro mundo de estímulos más fuertes, más allá de esquemas repetitivos. La necesidad compulsiva estaba allí, al acecho, presta a devorarme, y pronto me olvidé del Spectrum y del Salva. A cambio de una foto los camellos apostados en las puertas de la biblioteca me dieron un carnet.