Porque ser escritor profesional cambia la personalidad. Es cierto. Un escritor no es un ser cualquiera. En donde antes hubo un estudiante descuidado, un administrativo aburrido o un viejo cascarrabias, surge un personaje inteligente, observador, irónico con gran capacidad para opinar sobre todo y sentar cátedra; un ser ávido de experiencias que es capaz de cambiar sus hábitos porque todo le está permitido en favor de su obra.
De esa manera, comienza a caminar con lentitud por la ciudad, mirando con precisión a los edificios, a las personas, a los vehículos con los que se cruza. También comienza a hablar más, a preguntar al camarero cómo está el negocio, al taxista cómo va la política del alcalde o al profesor cómo ve la integración lingüística del país.
El escritor-opera-prima da un paso más allá y decide experimentar en su propia carne sabedor de lo aburrido de su vida. Por eso, recorre los prostíbulos de la ciudad con el objetivo de descubrir lenguajes perdidos (y queda enganchado a una mulata y sus ladillas). También decide hurtar en unos grandes almacenes para buscar la sensación del fuera de la ley (y le pescan en la salida). Incluso puede probar las drogas de moda para saber cómo describirlas en su novela (y coge una intoxicación de caballo durante tres días, lavativa incluida).
Ese cambio de actitud es notado por los que le rodean. El mismo remarca ese cambio con un vestir mucho más informal y con un vocabulario mucho más sofisticado. Habla más pausado, mira a los ojos de la gente, corrige los escritos de todos sus compañeros y, de vez en cuando, lanza algunas citas literarias (como decía Balzac…) demoledoras.
Sin embargo, en su casa sigue siendo el mismo pringado de siempre. No ha conseguido cambiar la percepción que de él tienen sus padres, hermanos, mujeres, suegros y demás familiares. Le ven igual de plasta, igual de atontado y nadie tiene en cuenta su esfuerzo sobrehumano. Para ellos es una chaladura más –como cuando le dio por el ajedrez– que se le pasará pronto. ¿Será cierto?