Es entonces cuando el escritor –cualquiera que sea su edad, sexo y condición– comenzará su particular descenso a los infiernos. Nadie ha entendido su obra, nadie la ha valorado. En algo se ha equivocado. Claro que dos años y tres meses y cinco días y veinte minutos son mucha equivocación. Quizá no esté dotado para la narrativa, pensará. Y se acordará de aquella frase de cuando era pequeño que le dijo su padre: no todo es voluntad, hijo mío, también es necesario el talento, esa terrible sentencia que ha matado más vocaciones literarias que la Iglesia, la Banca y las editoriales juntas.
Así que decidirá retirarse de la palestra literaria, encuadernar su obra y colocarla en una de las estanterías de su casa como homenaje póstumo al recorrido conjunto. La obra ya no es suya, ya no es de nadie, y, por supuesto, no es de la Humanidad porque la ha rechazado de plano.
Durante semanas, se paseará por la habitación de su cuarto desnudo (¡qué obsesivo!), con la mirada perdida en busca de un motivo que le haga olvidar su fracaso, de una razón para vivir.
También durante semanas tendrá pánico a bajar al portal porque el cartero de amarillo –ese dichoso cartero que nunca hace huelga– seguirá metiendo en su buzón cartas con logotipos de editoriales. Cada carta será una negativa más, una negativa absoluta a sus capacidades, que le reafirmarán en su mediocridad y que su media-orange, como quien no quiere la cosa, le dejará en el plato sopero de la mesa para facilitarle la digestión.
Para entonces nadie le preguntará por su libro porque todos sabrán que habrá fracasado, que no es escritor y que nunca lo será. A pesar de lo que digan, un escritor sólo lo es si publica –lo demás es un simulador de escritor (para entender mejor, véase el caso de los pilotos de aviación. Se puede pilotar en un simulador de vuelos, incluso es necesario para aprender, pero no se es piloto hasta que se vuela en un avión de verdad), interesante, pero no decisivo.
En esos momentos de descenso a los infiernos, su pareja se alegrará del fracaso ya que habrá vuelto a atenderle en la cama (de hecho mejorará como amante e incluso le sorprenderá con un par de trucos literarios utilizados con la idea); su familia se pondrá contenta porque volverá a convertirse un ser vulgar como los demás y dejará de dar la lata con sus estúpidas historias; sus amigos se felicitarán, ya que regresará al grupo incluso con un puntito mayor de alcoholemia; sus compañeros de trabajo se abrazarán satisfechos porque dejará de corregirles sus escritos todo el rato y de lanzar citas pasadas de moda; y sus hipotéticos colegas literarios brindarán con champagne, pues la gloria es una tarta escasa y no hay sitio para todos.