Por eso le dirá que la historia real se ha acabado, que hay muchas más cosas que la literatura [y toda la basura asociada], que los seres no son menos seres por llevar una existencia normal y anónima con la familia y con los amigos.
Así que tendrá que abandonar el hogar, los hijos, su rincón de lectura con su butaca, la mesa donde escribía todas la noches, el flexo, el IBM, la botella de whisky medio llena [o medio vacía], el vaso de Hemingway, la papelera, las pantuflas azules, la bufanda, los guantes, el ventilador, los kleenex...y el látigo, sobre todo el látigo.
Pero el escritor en ciernes no es un cobarde, nunca lo ha sido [tampoco un valiente, no exageremos]. Verá en toda su desgracia una oportunidad. Sabe que no ha habido ningún buen narrador con familia. De hecho en todos los grandes argumentos actuales las familias sobran [sólo aparecen jóvenes enfadados, escritores fragmentados, trabajadores esclavizados, profesores vagos, deportistas drogados o políticos ladrones]. Por tanto, intuirá que está en el buen camino, en la recta final hacia el éxito, mientras piensa en dónde dormirá esa fría noche de otoño.