El estancamiento en la novela es algo normal que los escritores nunca descubren a sus semejantes. Nadie habla de sus miserias, pero todo novelista es consciente de las suyas.
Y como buen navío, la novela se estanca. Unas veces, porque se ha perdido el rumbo. Otras, porque se ha evaporado la inspiración. Las más, porque ha cundido el desánimo o el cansancio. Hay que pensar que el escritor-neófito puede llevar un año aporreando su ordenador en muy malas condiciones (por las mañanas, en el trabajo mientras su jefe baja al bar a tomarse un café; por las tardes, con una niña a cuestas que le tira de la oreja y le intenta quitar las gafas; por las noches, entre gritos de su media-orange que le recrimina que no cumple en la cama y que se va a ir con el fontanero o el cartero).
Entonces, llega ese momento de pérdida de perspectiva, de agotamiento psíquico. Los recuerdos del autor se han introducido por todos los resquicios de la novela pervirtiendo la trama; los personajes han tomado al asalto sus papeles haciendo de su capa un sayo; el tono del narrador se ha impostado; el estilo ha languidecido. Total, el libro comienza a ser un desastre. Páginas innecesarias, escenas vacías, personajes huecos; conclusión: novela futil.
Es en ese preciso momento cuando la decimocuarta crisis asoma su oreja. Una crisis bestial, absoluta, de una soledad terrorífica. Porque, no se engañe nadie, un libro inacabado no es un libro. Un libro con principio y sin final puede ser muchas cosas, pero nunca nada serio. Como mucho, literatura basura.
Así que el escritor entra en un momento de pánico escénico donde piensa que todo su esfuerzo se va a ir al garete, que no va a salir nada publicable porque no sabe cómo continuar con el manuscrito.
En esos momentos, que no se ven pero se intuyen, el profesional de las letras llora amargamente y se acuerda de todos aquellos que se burlaron de sus inflamadas palabras cuando decidió dedicarse a escribir. Tenían razón, le conocían mejor que él a sí mismo.
Entonces sólo vislumbrará la vergüenza ante una pregunta tan simple como ¿qué tal va tu libro? que le podrá realizar cualquiera de las diez mil persona que le rodean (desde la panadera hasta el jefe de la empresa) y a las que comunicó felizmente la trascendente decisión.
El pobre quedará abandonado en su cuarto oscuro, sin salir a la calle durante una temporada, paseando desnudo. Todo su orgullo, toda su altanería, estarán por los suelos.