Después de muchos premios no concedidos, de muchas cartas negativas, de muchos intentos por encontrar editor a través de cualquier medio humano y divino, el escritor neófito se acercará a los editores locales.
En este período se ha vuelto más humilde. Ya sabe que no va a revolucionar la nueva narrativa española. Con todas probabilidad, tampoco la vieja. Ahora sólo le queda conmover la nueva narrativa local. Ahí sí que tiene un papel destacado, en su zona, en su tierra, sin tantas pretensiones inncesarias. Total, peor para ellos.
Por eso, se pondrá en contacto con los editores locales, mucho más cercanos, mucho más humanos, gente que contesta el teléfono, que toma un café, que llora en el hombro. Todos le pedirán el manuscrito y, cosa curiosa, se lo leerán. Entonces empezarán los problemas. Los editores locales suelen ser también escritores locales, lo que supone una cierta incompatibilidad de visión, dado que su colección suele estar muy condicionada por su propia forma de concebir el libro que, en general, no suele coincidir con la del escritor en ciernes, lo que da lugar a malos entendidos.
Así, tras muchos dimes y diretes, el editor local le hablará de su novelita (esas trescientas páginas de sangre, sudor, penas y lágrimas) y le empecerá a dar largas cambiadas hasta que, al final, sugerirá que modifique el 80 por ciento del escrito para ser editado en su sello de nuevos talentos de la literatura. Visto lo visto, el pulidor de palabras decidirá que todavía no está tan desperado y se acercará a otros editores que estén publicando en la zona libros sobre enología, defensa personal o masonería irregular. Total, un editor es un editor en cualquier circunstancia.
En el recorrido, alguno de los editores, una vez leído el libro y alabado la forma de escribir (redactas con mucha soltura, por ejemplo), la ambientación (te has documentado bien, por ejemplo), los personajes (son muy humanos, por ejemplo), le preguntará como de pasada al escritor nonato si piensa que su obra va a interesar a alguien. ¡Diantres! Es, como se puede entender, una cuestión envenenada y desacertada porque es el editor quien tiene la visión comercial y no el escritor que suele carecer de cualquier visión (hasta de la suya propia).
Pero, en fin, el escritor nonato le dirá que sí, que se sale de lo trillado (como un camino de cabras, vamos), que puede gustar a las mujeres (únicas lectoras, por cierto), a los niños (potenciales clientes de la editorial en un futuro no muy lejano), a los pájaros cantores (sobre todos, mixtos).
Tras un cierto gesto de escepticismo, el editor examinará la capacidad de venta del libro en cuestión con varias preguntas certeras: ¿eres famoso por alguna razón que yo desconozca? (no, claro, por no tener no tiene ni tribu literaria); ¿posees algún título nobiliario? (si Cayetana resiste, tal vez), ¿perteneces a alguna secta con más de quinientos miembros que deseen comprar ejemplares? (¿serviría Testigos de Jehova?).
Ante la respuesta negativa a todas esas cuestiones y más, el editor levantará el brazo en son de desesperanza y moverá la cabeza de un lado para otro compungido. Sin duda, está sufriendo, y no es bueno para su corazón.
Por fin, antes de despedirse y tras pensárselo mucho, el editor local le bisbiseará por lo bajo una oferta que no podrá rechazar: ¿comprarías 100 ejemplares de tu libro por una módica cifra de 2.000 euros? Piénsatelo, es una ganga. Y se marchará tan campante.
El escritor neonato no suele tener ni idea de costes de libros ni de porcentajes de editores, ni de nada, como ya se ha visto, pero recordará sus clases de aritmética en la infancia y comprobará que el coste de cada ejemplar asciende a 20 euros, lo que parece excesivo, incluso para un libro tan importante para la narrativa como el suyo.
El escritor-opera-prima saldrá de esa reunión con la cabeza baja pensando en los dos años y tres meses y cinco días y veinte minutos invertidos para que un hombre de negro sin escrúpulos le quiera sacar los cuartos de mala manera.