Hubo un tiempo en que vivíamos como quien conduce por autopista: a toda velocidad. Ni la limitación a 110 kilómetros por hora o el riesgo de una multa frenaba la carrera loca de aquellos locos en sus locos cacharros en que se había convertido cada trayecto. ¿Te gusta conducir? Sí, claro, cómo no. Pero conducir despacio no es conducir. Así lo creyeron muchos: “Es aburrido”, afirmaba un piloto de F-1. Y por eso muchos, demasiados, se lanzaron a comprar coches cada vez más potentes, a ver quién tenía la rueda más grande, con sus llantas de aleación y una cilindrada capaz de hacerlos despegar si se aplicaba el mecanismo de ignición adecuado. Quienes acataron el límite de velocidad, aquellos que repararon y mantuvieron a punto su modesto vehículo de siempre eran los pringados, los tontos del pueblo. Y así durante unos años.
En estos días, el Servei Català de Trànsit anuncia que han muerto en las carreteras catalanas 137 personas en lo que va de año, la mayoría en choques múltiples con más de una víctima. Y es que hemos vuelto a las carreteras comarcales, ahora más recortadas que nunca y con un carril en cada sentido, pero mantenemos el hábito de adelantar al pringado de delante como si continuáramos en autopista, donde no hay riesgo de colisión porque son varios los carriles que van en un mismo sentido. Esa es la explicación ofrecida por los responsables del organismo y no andan desencaminados.
Aún hoy todavía hay quien continúa conduciendo por autopista (algunos nunca dejaron de hacerlo) al volante de uno de esos todoterreno que anulan la visión del de atrás, peligrosos y prepotentes, contaminantes siempre. Pero para la mayoría el peaje era demasiado alto y se han visto obligados a volver a la carretera parcheada de la que un día salieron para incorporarse a la autopista animados por el crédito fácil y la promesa del milagro español, versión local del sueño americano. En esa operación retorno, muchos han perdido la vida en el intento y otros, más afortunados, se conforman hoy con respirar y buscar comida en los contenedores. Su banco es ahora el de alimentos o el de algún parque, pequeño pulmón para una ciudad ahogada por el humo.