Carta a la melancolía

Publicado el 14 diciembre 2017 por Ispamaga @is_ma_ga

Muy señora mía:

Ayer recibí de las manos de alguien incógnito su carta y la lectura de la misma me dejó perpleja. Usted estuvo en mi búsqueda, sabrá Dios porque ha dispuesto que me encontrara. Yo estaba en casa, (entre mis libros, perdida, en mi cama) leyendo por manía.

El sentido humoral de mi persona estaba centrado en una poesía que me sumió en la depresión, lloré, lloré como una niña, me pareció haberla visto algo confusa con mis ojos lacrimosos en medio de esas páginas, pero excúseme usted, por no permitir su visita en ese momento. Ordené a mis fluidos corporales, (entre ellos a mi bilis negra), que no le de paso a su presencia mientras que la locura se apoderaba de mí. El sentido de libre condición susceptible y una rareza hermética de desolación me acechaban, sentía cómo me vigilaban y sentía que se me acercaban con la mirada penetrante y de mi piel se erizaba del horror.

Me moví inútilmente sobre la cama, apoyada con mis rodillas y tomé un libro, (aún con lágrimas y sollozos) busqué una lectura avivada, llena de fantasía que me haga sumir en el incontrolable apego de la ficción y que me saque una que otra sonrisa trazada en mi boca, pero no la encontré. Tiré al piso con alevosía el libro de Jaime Sabines que un día alguien me regaló, no duró mucho tiempo en el suelo, bajé apresuradamente y lo tomé entre mis manos, recordando esa lectura sencilla y apacible que me calmaba en momentos de aridez. ¿Qué putas puedo hacer con mi vida? Me dije en voz alta, buscando exactamente en la página ocho donde se encuentra ese métrico y realista poema. — ¿Qué putas puedo?— Dice Sabines, —No puedes hacer nada—, me decía constantemente una voz en mi subconsciente que me atemorizaba.

Me miré al espejo y repetí en voz alta algo que leí alguna vez; “tengo miedo de las acciones y los puntos y de las pausas y de mis preguntas y de contestarme” decidí no volverlo a repetir y empecé por ordenar; primero el desorden de mi cabeza, segundo el desorden de mi habitación.

Callada y sin decir nada, estaba ordenando mis libros en el único cajón disponible, Pessoa, Whitman, Rubén Darío, en orden alfabético. De repente me encuentro conmigo misma frente al espejo (otra vez), y ya no tenía los ojos llorosos, ni las mejillas enrojecidas de tanto llorar, estaba diferente, feliz podría decir, no hasta cierto punto de felicidad, pero me sentía tranquila, relajada y con ganas de seguir ordenando, y tarareaba un poema de Octavio paz que no tiene música pero tiene palabras de viva tranquilidad. Me solté el cabello y luego lo peiné con una coleta alta, me sentí extraña e irreflexivamente casi sin pensarlo tomé el libro de Sabines de nuevo, leyendo un verso del poema “He aquí que tú estás sola” —Te digo que estoy sola amor y que me faltas, nos faltamos, amor, y nos morimos…— (silencio oscuro, indefinido, insuperable, impávido, conveniente, mío). Mi bilis negra se descuidó por unos minutos y dio paso a la crisis y a la manía que tengo al sentirme sola. Mis manos me temblaban, la expresión de mi rostro cambiaba, no había sonrisa, había recuerdos tristes (y cosas que no eran recuerdos solo imaginación, pero era triste y desolado.)

¡No puede ser! —Pensé con una remisión de crisis total, casi gritándolo mentalmente—, ¡No puede ser!, me había autodiagnósticado bipolaridad. En menos de una hora tenía todos los patrones indicando mi estado de ánimo variable. Sentada en el filo de la cama, pensé que mis neurotransmisores cerebrales estaban convenciendo a mi cuerpo y a mi mente, a que se pongan en contra de mí.

Una crisis depresiva me atacó de nuevo y la vi claramente a usted señora melancolía sentada en mi sofá como se la ve en el cuadro de Edgar Germain. Disculpe usted mi irritabilidad pero pasó a mi lado sin previo aviso, usted sabe que carezco de libertad, ¿Para que intercalar a mis ánimos en nuestros asuntos? La culpa es mía, mil veces mía, por darle paso a la desolación.  ¿Es que no tiene usted razonamiento, apreciada (aunque muy mala) amiga, en tratar así a quien la considera? Tengo preguntas de nunca acabar.

En fin, aunque mi carta no tenga contestación, sería yo la primera en autodeterminarme culpable y tendré que enfrentarla de mujer a mujer, porque considero erróneo que a una dama como yo se la ataque depresiva y tristemente de vez en mes.

Y por último le expreso que  no tengo ánimos de permitir que esto  vuelva a suceder.

Dejo el teclado, las obligaciones laborales y personales me convocan y tengo un cúmulo de ellos por doquier.

Quedo de usted, apreciadísima señora amiga, etcétera.

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