Charles de Foucald.
El beato Charles de Foucauld, al enterarse de la muerte de un hijito de su hermana Mimí, llamado Regis, le escribe a ella desde Nazareth dos cartas, fechadas una el 12 de febrero de 1900 y la otra el 14 de febrero de 1901.
Estas dos cartas nos presentan con sencillez y claridad sobrenaturales el misterio de la muerte de los pequeños inocentes. De modo eminente se cumplen en ellos las palabras de nuestro Señor: a ellos les pertenece el Reino de los Cielos (Lc 18,16).
Nazarteh (Tierra Santa) 12 de febrero 1900
Mi querida Mimí:
Termino de recibir el telegrama que me enviaron ayer. Has debido tener una gran pena por la muerte de este niño y al saber lo mucho que sufres yo también estoy muy apenado. Pero, te confieso que me siento embriagado de gozo y agradecimiento al pensar que tú, mi pequeña, pobre viajante y peregrina de este mundo, eres ya la madre de un santo... tu hijo, ese ser a quien has dado la vida está ya en ese cielo al que todos aspiramos y por el cual suspiramos. He aquí que, en un instante se ha convertido en el mayor de sus hermanos, mayor que sus mismos padres, mayor que todos los hombres mortales.
¡Oh, cuánto más sabio es que los mismos sabios! Todo lo que para nosotros es un enigma, para él es claridad, todo lo que perseguimos al precio de una vida de lucha e incesantes combates, él lo ha conseguido. Todas esas maravillas que el ojo del hombre no puede ver ni sus oídos escuchar, ni su entendimiento comprender, él las ve, las escucha y goza de ellas. Disfruta por toda la eternidad de una felicidad que no tiene fin, y bebe en la copa de las divinas delicias. Contempla a Dios en la plenitud del amor y de la gloria entre los santos y los ángeles, en el coro de las vírgenes que acompañan al Cordero y del cual forma parte.
Él, pequeño ángel, protector de tu familia, ha llegado a la Patria es un rápido vuelo y sin penas ni incertidumbres; por la libertad de Nuestro Señor Jesucristo, goza por toda la eternidad de la vista de Dios, de Jesús, de la Santísima Virgen, de San José y la dicha infinita de los elegidos...
¡Cuánto debe amarlos! Lo mismo que tú, toda la familia cuenta ya con un tierno protector.
¡Qué felicidad y qué honor tan grande ser la madre de un habitante del Cielo, tener un santo en la familia! Te lo repito, al pensar en esto me siento arrebatado de admiración.
Se consideraba bienaventurada a la madre de San Francisco de Asís porque asistió a la canonización de su hijo. ¡Mil veces más dichosa eres tú! Sabes, igual que ella, que tu hijo es un santo en el cielo, y esto lo sabes desde los primeros días de ese hijo bendito, sin verlo atravesar, por decirlo así, toda una vida de dolor.¡Cuán reconocido te está! Al dar la vida a tus otros hijos, les has dado al mismo tiempo que la esperanza de la felicidad celestial, el tener que someterse a muchos sufrimientos para poder alcanzarla; a éste, desde el primer instante le has dado la realidad de la felicidad celestial y está sin incertidumbre, sin espera, sin mezcla de pena alguna. Cuán feliz es y cuán bueno es Jesús de recompensar a este inocente con una corona imperecedera de gloria inefable, sin haber tenido que librar ningún combate. Éste es el premio del Santo Bautismo.
Él sufrió y combatió mucho para poder salvar a los suyos sin que tengan ningún mérito de su parte. Él tiene suficientes méritos para introducir en el Reino de su Padre a todos aquellos que Él quiera y a la hora que disponga.
Querida mía, no estés triste, antes bien repite con la Santísima Virgen: “El Señor ha hecho en mí cosas grandes; las generaciones me llamarán bienaventurada”. Bienaventurada, sí, porque aquel que has llevado en tu seno está en este momento resplandeciente de gloria eterna; porque eres la madre de un santo y porque a la semejanza de la madre de San Francisco has conocido en vida la felicidad inmensa de pensar en tu hijo como en un santo sentado por toda la eternidad a los pies de Jesús, reclinado eternamente sobre su corazón, en el amor y la luz de los ángeles y bienaventurados.
--
Nazareth (Tierra Santa) 14 de febrero de 1901
Que el pequeño Regis esté siempre presente en la conversación familiar; piensen en él. Que no sea olvidado ni su nombre pasado en silencio por sus hermanitos; hablen siempre de él como de un ser viviente. Está más vivo que nosotros los que habitamos esta tierra. De todos sus hermanos él es el único que está realmente vivo, pues él tiene la vida eterna, que, desgraciadamente nosotros podemos perder como la han perdido tantos otros, y que nuestro querido Regis nos ayudará a obtener. Me encomiendo a él a menudo y con fruto, le pido me enseñe a rezar. Pídeselo tu también y enséñale a tus hijos a invocarlo en sus necesidades. ¡Él los quiere mucho a todos y es tan poderoso!