Anoche vi una película llamada El Manantial que me ha dejado una huella muy profunda por dentro. El protagonista era un arquitecto (inspirado claramente en Frank Lloyd Wright, mi arquitecto favorito) que tiene el único sueño de hacer los edificios que a él le gustan y que construye en base a la razón, no aquellos que sus clientes, sin ningún criterio arquitectónico, le imponen, limitándose a copiar partes de unos edificios para pegarlas en otros. A lo largo de la película defiende que la creatividad de un hombre es su mundo, es su derecho, y que supone su verdadera libertad como individuo no plegarse a los estándares de otros ni a las modas imperantes.
Es un discurso que me hizo pensar mucho, a lo largo de casi toda la noche. Me ha llegado muy hondo por un lado porque también fui estudiante de arquitectura (algo que no suelo decir muy a menudo), pero también porque en muchos sentidos creo que me parezco a él.
La arquitectura era algo que me fascinaba en muchos sentidos, pero decidí dejarla porque sabía que no estaba hecho para ese mundo. No era el mundo en el que podía desarrollar mis ideas con libertad; mis profesores, en la inmensa mayoría de los casos, se comportaban como si su misión fuera dinamitar toda idea por brillante o arriesgada que fuera. Cuanto más excelente era el proyecto, más destructivas eran sus críticas, y muchos amigos míos suspendieron sin que hubiera una explicación lógica para ello.
Cuando me pasé al mundo de los libros comprendí que tenía una libertad increíble, apasionante: podía usar mi imaginación para hacer absolutamente todo lo que quisiera. Lo que fuera. Podía dar algo al mundo que era producto exclusivo de mi interior. Podía compartir. Y así hice en todo momento, sin dudarlo un solo instante. Todo libro que empezaba, todo relato que escribía, era un acto de compartición. Pero un acto en el cual compartía aquello que deseaba, no aquello que otros hubieran querido hacer de estar en mi lugar y poseer mis aptitudes.
Como todo artista, por otro lado, soy humano y tengo deseos. Y mi deseo no es en absoluto publicar bestsellers, ni vivir de la escritura. No es algo que rechazara si surgiera, pero tampoco es algo a lo que aspiro. Mi verdadero deseo es que aquello que escribo, aquello que comparto, no se pierda ni pase ignorado tras el paso del tiempo. Recientemente muchos me preguntaron por qué me importaba tanto que las ventas de mi último libro hubieran sido tan bajas. La razón de ello es que se me parte el corazón de pensar que caerá en el olvido, y también de comprender que puede que su segunda parte peligre y no sea publicada, y por tanto, aunque pueda prestarla a conocidos míos, no llegue nunca a nadie más.
Todo autor que posee una cierta calidad mínima tiene el deseo de ser reconocido, haya dinero de por medio o no. Es un derecho legítimo, no una ambición. Es la satisfacción intelectual de lo que tú consideras un trabajo bien hecho, aunque no percibas un sueldo ni una recompensa física por ello. La recompensa de un autor es ser leído por más gente de la que él podría llegar por sus propios medios personales. Aportar, no sólo a sus conocidos, sino a la sociedad. Dar una parte de él al mundo para que el mundo pueda disponer de ella.
Sin embargo, esto es muy importante, y es lo que le pasaba al protagonista de la película, no deseo dar a cualquier precio. Si escribo un libro, si tengo una idea, quiero compartirla tal como se me ocurrió. No soy insensible a sugerencias, ni a cambios externos; he retocado partes de libros aconsejado por amigos y editores por igual, y no lo hubiera hecho si no hubiera pensado de verdad que sus consejos eran correctos y adecuados. Pero he hecho lo que he querido toda mi vida, he sido libre, tal como lo era el protagonista de El Manantial, para dar mis ideas, no plegarme a las exigencias de otros; y al igual que el protagonista, he pagado un precio muy alto por ello.
No pasa un día sin que piense si no hubiera llegado más lejos escribiendo sobre las modas del momento en vez de sobre lo que me gustaba. Pero no pasa un día sin que concluya que eso me hubiera convertido en alguien indigno a mis propios ojos. Y si no poseo mi propia dignidad, ni mi propio respeto, si no creo en el valor artístico de lo que hago, entonces estoy muerto por dentro, y no soy una ayuda a la sociedad sino un parásito de la misma, que sólo se aprovecha de lo que le rodea para subir a costa suyo. En ese caso no quiero dar mi opinión a los demás; quiero obtener su aprobación aunque eso implique ir en contra de mis propios gustos, y aunque piense que muchos de ellos no tienen buen gusto en absoluto.
Nunca me he plegado a ninguna exigencia que considerara iba en contra de este principio. Algunos de los libros que tengo podrían haber salido en grandes editoriales si los hubiera traicionado (cambiar el final, alterar la trama, revisar errores de estilo que ni yo ni otras personas con criterio consideraban tales). Cuando escribí un relato para una editorial influyente, por el que me tenían que pagar 20 euros, y la editorial empezó a negarse a pagarme, a mí y a otros autores, protesté con todas mis fuerzas, aunque sabía que podía meterme en problemas; porque no podía tolerar ascender y ganar posiciones en base a una injusticia. Si una persona trabaja para otra, ésta le promete un dinero, por pequeño que sea, y no se lo paga, eso no puede ser tolerado, ni siquiera si sirve para escalar puestos.
Nunca me he dejado explotar a cambio de favores, y nunca he hecho nada que considerara iba en contra de los principios anteriores. Todo lo que he ganado (publicaciones, certámenes), ha sido gracias al esfuerzo personal y por la valía de lo que escribo. Una vez me propusieron participar en un concurso en una ingeniería. Sólo podían participar ingenieros, pero sólo tenía que escribir el relato, un amigo lo firmaba, y el dinero sería para ambos. Sería dinero muy fácil, además, porque no había apenas competencia. Me negué en redondo.
Siempre escribí lo que deseaba. Cuando escribí un relato para zombies, la primera frase fue 'Voy a confesar algo claro, sencillo y directo, para que todo el mundo lo sepa desde el principio: no me gustan los zombis'. Y no mentía. Podría haber escrito un libro de zombies como han hecho docenas de personas antes, pero sólo publicaré un libro de zombies que yo desearía leer. No quiero hacer lo mismo que otros, incluso si eso implica que el libro no salga nunca o salga y sólo lo leen treinta personas. No podría mirarme al espejo si hiciera algo así.
Todo esto lo explico para que se comprenda bien mi situación actual, en la que puede parecer que estoy desanimándome y dejando de escribir. Amo la escritura, muchísimo. Tanto o más que la música. Pero no puedo dedicarme a algo si no es con dignidad. Nunca me he rendido, y no lo voy a hacer ahora. Envío muchos manuscritos y relatos a concursos, porque me gusta su manera de actuar: toman lo que les ofrezco o no lo toman. Y creo que me ha ido bien con ellos, pues hay muchos concursos honrados (también hay amañados, pero no son tantos como la gente cree, y son fáciles de identificar). Tengo libros inéditos, libros de fantasía, juveniles, de intriga, que puede que no salgan nunca, pero son los libros que quiero hacer, y pelearé por ellos hasta el final. Si ahora no escribo más libros no es porque haya perdido la ilusión; es porque mi deseo central es dar a estos manuscritos la oportunidad que se merecen.
Finalmente os dejo el alegato final de la película, en la que el protagonista defiende eso que creo que ahora me está trayendo por el camino de la amargura, el motivo por el que mi camino está tan empedrado, pero también el combustible que me alimenta en el mundo de la escritura: mi derecho a compartir las cosas que salen de mi mente, y no las que otros querrían poner en su lugar.
http://anghara2.wordpress.com/2008/06/24/alegato-final-de-howard-roark-en-el-manantial-ayn-rand/