Cartas a Milena. “Escribir cartas, sin embargo, significa desnudarse ante los fantasmas”.
Por Nesbana
La escritura como ejercicio mental es un atrevimiento apasionante: tanto si resulta ser un acto comunicativo como si es meramente un deleite personal y una fruición sin más. Para Franz Kafka la escritura resultó ser ambas cosas con gran seguridad; sus relatos y sus largas y complejas novelas han marcado a generaciones de escritores, avisando del fuego que el siglo XX –que ya había entrado y dejado episodios funestos para la historia– guardaba en los años venideros; sin embargo, también escribió sobre otro tipo de fuego: ese que nos invade junto a una persona querida y amada. En realidad Kafka no estuvo gran tiempo junto a esa persona (aunque hubo más en su vida), sino más bien en contacto con ella. Milena Jeresenká, que vivía en Viena con su marido, un intelectual de vida bohemia, conoció al escritor a través de algunos cuentos que había escrito. Este contacto intelectual se perpetuó entre 1920-1922 en una relación epistolar que se salvó del olvido gracias a las cartas que Milena entregó a Willy Haas en 1939, configurando lo que hoy conocemos por Cartas a Milena; unas cartas de difícil lectura por no poseer las que Milena envió a Kafka que, sin embargo, nos dan otra faceta del clásico autor de La metamorfosis. Son unas cartas que nos muestran la dificultad de tejer una relación con tantas complicaciones: tanto por la incapacidad de Kafka en el terreno afectivo como por las reservas de Milena a abandonar a su marido. Vemos palpitar al Kafka más triste, meditabundo y enfermo de tuberculosis (“Y aunque dices que siento el afán de vivir, hoy no siento nada; ¿qué me importan la noche de hoy, el día de hoy?”); al Kafka enamorado de un fantasma intelectual que le seduce hasta el punto de preparar encuentros fracasados hasta el más mínimo detalle (“Salgo en el rápido el sábado por la tarde, llego (mañana averiguaré exactamente el horario a eso de las dos de la madrugada a Viena. Tú, mientras tanto, me sacas el viernes el billete para Praga, en el rápido del domingo; y me telegrafías que lo tienes, sin ese telegrama no puedo salir de Praga. Me esperas en la estación, y nos quedan unas cuatro horas para estar juntos, hasta las siete de la mañana del domingo; luego me vuelvo”); y al Kafka que no pierde sus sueños (“Una vida agradable… sólo turbada por la esperanza. ¿Conoces mejor perturbación?”).
Hace un año leía Carta al padre (1919); hoy termino las dedicadas a Milena. En aquellas cartas ya declaraba que era “espiritualmente incapaz de casarse” y, además, se rebelaba contra su padre, freudianamente identificado como represor. En las Cartas a Milena hace una oda a la epístola, al valor de la comunicación escrita y pausada. Hace un año reconocía el valor que tiene la carta; hoy sigo haciéndolo. La carta aparece como la traslación pausada del pensamiento y del sentimiento; la concreción de las ideas que se arremolinan en la mente de forma anárquica; la potenciación de esas mismas ideas que, lejos de perderse, se afianzan y se tornan fuertes cuando se plasman negro sobre blanco. Kafka nos ha enseñado todo eso, y hoy podemos valorarlo en una sociedad de la información y de la desinformación que opta por lo rápido, por lo instantáneo y por el titular; que huye de la reposada reflexión y de la sincera expresión de lo que se siente.
Fue una relación imposible que la muerte de ambos se encargó de borrar de sus recuerdos: la de Kafka en 1924 con las bellas palabras dedicadas por Milena describiéndolo (“tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo”); y la de Milena en 1944 en el campo de concentración alemán de Ravensbrück. Las bellas palabras de Kafka sobre el género epistolar que señalo a continuación son suficientes para terminar:
“Y esos ojos, ociosos desde hace un mes (sólo existen para leer cartas, mirar por la ventana), te verán”. (…) “La sencilla posibilidad de escribir cartas debe de haber provocado –desde un punto de vista meramente teórico– una terrible desintegración de almas en el mundo. Es en efecto una conversación con fantasmas (y para peor no sólo con el fantasma del destinatario, sino también con el del remitente) que se desarrolla entre líneas en la carta que uno escribe, o aun en una serie de cartas, donde cada una corrobora la otra y puede referirse a ella como testigo. ¿De dónde habrá surgido la idea de que las personas podían comunicarse mediante cartas? (…) Escribir cartas, sin embargo, significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas. Con este abundante alimento se multiplican, en efecto, enormemente” (pp. 116 y 184).