Catalina y Todasana
No recuerdo nada del camino; tampoco hago el esfuerzo. En algún momento de mi niñez tuve que haber llegado a Todasana aunque no logre desandar esa ruta en mi memoria. Por instantes las curvas me marean un poco, pero lo olvido mientras voy hablando o cantando. Son tres horas las que separan a Caruao de Caracas, ese rincón en el estado Vargas rebosante de verde por un lado y de mar, por el otro.
Arianna va manejando y se sabe el camino de memoria, porque ya ni se acuerda cuántas veces ha pasado por ahí. La situación política y social del país nos estaba enloqueciendo y Caracas se estaba quedando pequeña e incómoda. Teníamos la imperiosa necesidad de salir, de desconectarnos por un rato, pero al mismo tiempo, las ganas locas de querer llegar a un pedacito de Venezuela, sentirlo, maravillarnos y escribir, porque al fin de cuenta eso es lo que hacemos. Vamos por ahí contando lo que vemos, apostando a que algún otro se inspire, a que también quiera ir y tropezarse con esos paisajes. Si se trata de Venezuela, nuestro país, mucho más rápido aún. Había que encontrar un respiro en el agua fría del río, en el estruendo de las olas y en el sabor de un pargo frito servido al borde del mediodía.
Salimos de Caracas casi después del primer bostezo de la ciudad. Ari está enamorada de los amaneceres y su luz, y yo he aprendido a quererlos también, porque tenía ese amor reservado solamente para los atardeceres y su locura. Pero el sol se esconde todo el camino, sin importarle que madrugamos solo para verlo. Vamos hablando sin parar, hasta que nos gana la voz de Lauryn Hill, el paisaje de la costa y los ciclistas apostados a un lado de la carretera. Llegamos a la playa de Todasana sin darnos cuenta. Eran las ocho de la mañana y solo estaba el silencio del mar, un señor comenzando a arreglar unos toldos y una carpa improvisada bajo la sombra con unos viajeros somnolientos.
Todasana
Ahí nos quedamos y no queremos ir a ningún otro lugar. La playa se abre y las olas están un poco bravas. Catalina, la golden de Ari juega de un lado a otro; se llena de arena, va al mar, vuelve a la arena, nos mira y nos invita a jugar. No hay pausa entre una cosa y otra. Cata marca el ritmo y yo me dejo. El mar y su sonido logra su cometido: nos hipnotiza. Las horas pasan lento, muy lento y entonces te das cuenta que no hay prisa para nada hasta que el estómago cruje y no queda más remedio que hacerle caso.
Desandamos el camino hasta Caruao, en ese juego de curvas verdes y angostas; en esa fiesta de posadas y casas improvisadas. El pueblo, como cualquier pueblo de Vargas, tiene sus casas de colores, sus calles de piedra, su gente apostada en la entrada de la casa viendo a los demás pasar. Es pequeño y sin lujos. Pueblo chiquito, infierno grande. Todos se conocen aunque, a veces, simulen no saberlo.
Almorzamos en la Posada El Quilombo, viendo el mar y saboreando con esmero una crema de vegetales, un pescado frito, tostones, ensalada, marquesa de chocolate. De esas mezclas que saben a gloria, que te dejan con ganas de acostarte en una hamaca y no levantarte hasta dos horas después, menos si no hay ruido, menos si está el mar al lado. Pero nos gana la voluntad y caminamos un pedacito de la carretera para entrar a La Sabana, una playa a la que los carros no pueden llegar y eso es perfecto: no hay música, no hay el desorden que implica tantos carros juntos ensuciando el paisaje.
La Sabana, como su nombre, se extiende; es generosa y tranquila. No va casi nadie porque todos parecen querer quedarse en las más conocidas y no explorar más allá. De alguna manera, en ese instante lo agradecemos porque buscábamos serenidad y estaba justo ahí, en esa playa de Vargas tan amplia. Cata hace de las suyas, dormimos, hablamos, caminamos, reímos, volvemos a dormir y hacemos migas con dos hermanos que llegaron ahí por casualidad y se quedaron prendados del silencio, el paisaje y la conversación.
Finalmente, el sol salió con todas las de la ley y nos hace buscar sombra hasta que nos cae sin clemencia en el cansancio y nos recuerda que ese día despertamos en la madrugada. Esa noche nos dormimos temprano -absurdamente temprano, a las ocho de la noche- después de una botella de vino y cantar canciones de Caetano Veloso. Así somos.
El camino verdecito hacia el Pozo del Cura
Cuando amaneció el domingo, ya estábamos despiertas y prestas para llenarnos de verde. Nos hubiera gustado caminar un buen tramo hasta el río, pero teníamos la duda si llovería o no y entre otras cosas, preferimos adelantar gran parte del camino con el carro hasta que lo dejamos por ahí y caminamos entre las palmas, entre las hojas de plátano y el rocío de esa mañana. Vamos hacia el Pozo del Cura, un pozo oscuro y profundo que se forma con una caída breve del río Caruao, que está escondido, pero al alcance de todos. Tal vez demasiado al alcance. Alguna vez me contaron que el nombre del pozo se debe a que en el pueblo descubrieron a un cura con su amante. Descubierto en pecado, el pobre hombre salió huyendo con la mujer mientras todos lo perseguían furiosos para condenarlo. Entre tanto correr llegó al río y cuando se vio atrapado se lanzaron al pozo y más nunca aparecieron. Dicen que el pozo, que es profundísimo, es así de oscuro porque tiene el pecado del cura y su mujer.
Nosotras caminamos, pero los rústicos se han abierto una ruta entre el verde y el mismo río para llegar hasta el pozo, estacionarse ahí sobre las piedras y llenarlo de ruido y de basura. No entiendo mucho cuál es la manera de disfrutar, si es llegar ahí sin darse cuenta realmente del paisaje, conseguir un buen puesto y dejar los desperdicios bajo las piedras o si realmente no advierten nada y creen que esa es la única manera, que eso es así y punto. ¿No saben que pueden caminar entre los árboles? ¿No saben que ahí se respira aire puro, que así conservamos el camino, que no se destruye, que eso es nuestro y solo nosotros podemos cuidarlo? A veces, me parece, que muy pocos lo advierten.
Llegamos al pozo en soledad, encantadas con su cascada pequeña, con su transparencia y su oscuridad; pero también decepcionadas con su basura, con la desidia que nos persigue. En mi caso, que estoy acostumbrada a caminar ciudades, que me deslumbran los edificios altos y los laberintos de un metro, cuando estoy rodeada de naturaleza se me despierta otro tipo de sensibilidad y curiosidad. Me seduce tanto verde y me enfurece que otros no puedan verlo. Así, refunfuñando, hacemos el camino de vuelta. Después de un desayuno improvisado, volvemos a Caracas con la dosis exacta de mar, verde y agua dulce, tan necesaria, tan cercana. Es solo cuestión de siempre querer ir más allá.
Este viaje forma parte de #VenezuelaTeQuiero, un proyecto que Arianna y yo comenzamos en noviembre 2012.
Felices, en La Sabana