Entra en lo posible que uno mire la realidad cinematográficamente cuando casi nunca miramos el cine desde la óptica de la realidad. En esto siempre acudimos a la antigua conversación sobre los dominios de la ficción y siempre confirmamos la injerencia de lo fabulado sobre lo real sin que ninguna de esas dos entidades posea privilegios de los que la otra carezca. El motel de carretera de la fotografía, al parecer sito en Carolina del Norte, es el mismo motel de carretera de cientos de películas y probablemente engrose unos pocos más de cientos en la historia. Pienso en Carver y en Hopper y en James Cagney y no tengo argumentos fiables para justificar estos tres prebostes de la cultura yankee. Sé, no obstante, que ejerce un hechizo difícilmente sobornable. A diferencia de los cuadros de Hopper que me gustan, aquí no hay personajes vacíos, infatigablemente solos, bebiendo, perdidos en alguna ensoñación, especulando sobre qué giro debiera dar el destino que les salve del caos al que han arrojado sus vidas. Todo eso está en los cuadros de Hopper y de alguna forma, solapadamente, está también en esta fotografía inflamada de tópicos, pero poética (a mi modo de ver la poesía) al modo en que hay lirismo en un cuadro de Sorolla o en excursión a pie por la montaña. Soy un depredador de imágenes y son éstas las que devoro con mayor fruición: me conducen a la ficción pura, me incitan a fabular, me convierten en un demiurgo de mis vicios, me facultan (para bien o para mal) en el antiguo oficio de inventar o de mentir.
Hay mucho que inventar viendo esta fotografía: en una de esas habitaciones se estará cometiendo un crimen, un rufián sacrificable estará contando el botín de algún asalto menor o una pelandusca con ínfulas de actriz será la felatriz incansable del típico viajante. El cine abastece de recursos narrativos y la imaginación completa el discurrir mental de todos esos fotogramas falsos. La realidad es también un fotograma hilvanado a otro y así hasta construir un rollo continuo. La vida es cine negro de muy alta calidad. Como el metraje es tan largo, el guionista intercala melodrama, pasajes románticos, escenas lúbricas, trozos de musical y hasta comedia barata. Hay quien vivie en serie B y quien conduce sus días y sus noches en clave Bergman, en modo adusto y estricto. Hay quien se enfanga en tramas tarantinianas y termina en un callejón con un par de cuchilladas en el estómago y quien se muere sin sobresaltos como si fuese un personaje de una película del Ivory más victoriano. Quien espera que llegue el amor y confía en que alguien asome antes de que los títulos de crédito inunden la pantalla. Quien confía en que Dios le restituya en las alturas la grandeza sacrificada aquí abajo. Y la fotografía del motel en Carolina del Norte, en la América más o menos profunda que nos venden y que compramos, exhibe su querencia al desatino narrativo, al festín de las palabras. Está pidiendo a gritos que alguien le escriba un cuento. Carver, ayúdame. Yo creo en ti.