Lo investigado por la juez Mercedes Alaya, primera instructora del caso, y dilucidado en la sentencia avergüenza a todos, pero especialmente a los seguidores de esa ideología y al votante de unas siglas históricas. Porque, aunque no se haya enjuiciado al socialismo ni al partido que lo representa, sí se ha condenado a la antigua cúpula que lo dirigió y con la que se cometieron los graves hechos investigados. Será difícil mantener, en medio de la vergüenza ajena y el señalamiento hipócrita de otros, la confianza en un ideario y una formación que supusieron, antes y ahora, esfuerzos, sacrificios y logros por el progreso de este país, el bienestar del conjunto de la población y la protección pública de los más desfavorecidos. Y será difícil porque quienes debían protagonizar la conquista de tales objetivos confundieron los fines con los medios y permitieron un descontrol del que se aprovecharon los más indignos de los avariciosos: los que roban a los pobres.
Las responsabilidades políticas de los condenados ya fueron asumidas por todos ellos, de manera más o menos voluntaria, dimitiendo de sus cargos y dándose de baja de la militancia del partido, pero las penales son las que quedan ahora establecidas con el fallo, aunque probablemente serán recurridas ante el Tribunal Supremo y, por parte de algunos de los condenados, el Constitucional. No todos se consideran culpables ni creen haber actuado en contra de la ley. Elaborar leyes presupuestarias, ratificarlas en el Consejo de Gobierno y aprobarlas en el Parlamento no constituye un mecanismo ilícito, sino conforme al procedimiento. Que, a partir de tales “hechos probados”, se deduzca intencionalidad penal resulta cuestionable si no se demuestra fehacientemente, como señala el catedrático de Derecho Constitucional Pérez Royo. Puede admitirse como mera interpretación subjetiva, pero no como verdad judicial. Sin embargo, a la hora de valorar la implicación de los expresidentes, la sentencia concluye que “es imposible que la inclusión de la partida presupuestaria de los ERE no se hiciera de forma fraudulenta”, pero no lo demuestra y, a pesar de ello, los condena. De ahí la probabilidad de recurso.
Pero, al mismo tiempo, causa asombro la desfachatez con la que, autoaupados a una tribuna ética que les queda demasiado alta, saltan a la palestra algunos personajes y adversarios políticos que enseguida se ponen a dar lecciones de moralidad y exigir responsabilidades que rayan la ofensa, partiendo de quienes pretenden parecer indignados. Me refiero al actual presidente de la Junta de Andalucía, quien no aguardó ni un minuto, tras conocerse la sentencia, en proclamar en la sede del Gobierno su vergüenza por lo sucedido y poner a su Ejecutivo como modelo de “ruptura con los tiempos de la corrupción, la malversación, el despilfarro y el clientelismo”, en un intento partidista que busca réditos electorales. Asombra esa desfachatez en alguien que representa a un partido condenado por corrupción, que mantiene numerosas causas abiertas por el caso Gürtel y que cuenta con diversos presidentes autonómicos que, bien están condenados, o bien imputados por innumerables escándalos de corrupción. No se trata de defender a unos con el “y tú más” de otros, sino denunciar la hipocresía interesada de quienes aprovechan cualquier circunstancia en beneficio partidista, sin mantener el debido decoro, imparcialidad y honestidad.
Las más de 1.800 páginas de la sentencia del caso ERE constituyen el relato de la vergüenza que provoca un comportamiento que todos condenan. Causan bochorno en las personas honradas que confiaron en unos líderes y los mantuvieron durante décadas administrando los bienes de todos y los sueños de un futuro mejor. Son merecedores, por tanto, del castigo que, con todas las garantías procesales, la justicia les cause. Políticamente, el PSOE está pagando por ello, al ver a la excúpula de la Junta condenada en los tribunales y al perder el Gobierno de Andalucía. Pero, al mismo tiempo, asquea la desfachatez de quienes no dudan en hacer leña el árbol caído, dando muestras de una hipocresía moral y política que los descalifica. Tal vez sea esa una de las virtudes de esta sentencia: desenmascara a unos y otros de la falsedad con la que se exhiben. Una vergüenza.