¿Casta política? puede que sí… pero ¿por qué?

Publicado el 16 junio 2014 por Ssociologos @ssociologos

La palabra casta ha entrado en el discurso político. ¿Existe una casta? En principio, las sociedades modernas carecen de barreras a la movilidad social en ningún plano. Solo las aceptan con una justificación de una profesión: con un saber y una práctica reguladas y especializada. Las democracias, sobre todo las democracias, no deberían conocerlos en el político.

Desde diferentes perspectivas podríamos pensar, sin embargo, que existe una casta. La fundamental, muy extendida, es que ésta existe porque los principios de movilidad no son los que debieran. Así, en política, no se valoran las competencias técnicas de los sujetos ya que el reclutamiento se realiza según lógicas de patronazgo (dirían los historiadores: preburguesas): no importa cuánto sepas si no te encuentras en una familia política y si ésta no te impulsa a ascender. Para quienes perciben el problema desde ese punto de vista, la política es un escenario de servilismo, ausencia de coraje, ambigüedad calculada, promoción de ignorantes y cinismo. Y, en cierta medida, en buena medida, llevan razón. Por lo que sé, falta una etnografía sobre qué significa, para una persona común, entrar en política. Ojalá haya alguien con arrestos, independencia de criterio y tiempo que pueda hacerla.

Efectivamente, basta comparar lo que sucede cuando la gente normal intenta hablar para ver cuáles son tales procedimientos de restricción de la vida política. Uno, muy importante, es la complejización. Cuando un profano intenta hablar, razonar, quedar para reunirse, siempre habrá un especialista que le corregirá, lo intentará seducir para llevarlo a su lenguaje, impondrá tareas insoportables para quienes carecen de su agenda. Podríamos llamar a ese mecanismo densificación artificial del mundo político. Sucede igual que cuando un no entendido se aventura al Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) y empieza a disertar entre doctos. Si estos quisieran llevarse al entendido a su posición (y no echarlo con cajas destempladas), actuarían igual que el especialista del campo político y le darían unas cuantas lecciones de historia que lo dejarían pasmado. Exactamente igual que si invocaran la historia del movimiento libertario de Salvoechea a Tiqqum o de la crítica de Hayek a la arrogancia socialista o vaya usted a saber de qué: en un caso como el otro el pobre diablo quedaría anonadado y convencido de que necesita irse a su casa a estudiar, seguir a los especialistas ( y entrar en su Corte de Discípulos y, muy importante, imitar sus formas de vida) o, lo más común, se iría a su casa y se diría que él no sirve para la política.

Contra la densificación artificial solo existe una posibilidad: la rarefacción, la eliminación de la densidad por la que el entendido se acoraza frente al lego. Pero, quien me haya seguido, puede preguntar: ¿podríamos admitir que alguien pudiese disertar de arte sin estudiarlo? No, ¿verdad? Y ¿por qué lo aceptaríamos de política? En uno u otro campo el estudio guiado, el discipulado con el Maestro o Líder o la renuncia a la vida cotidiana (con la entrada en el monacato de los sabios) son los únicos caminos viables.

Efectivamente, esa es la trampa de quienes critican a la casta desde argumentos técnicos. Trampa que se ponen en primer lugar a sí mismos ¡La casta se formó como tal por razones técnicas, porque hubo quien creyó, con bonísimo corazón, que solo unos pocos saben mandar! Sucede que, y esto no lo voy argumentar aquí, no hay saberes políticos como los hay de la historia del arte: la política es algo que requiere deliberación y confiar de que en ésta se eduquen los puntos de vista. Por eso los procesos de densificación, de complejización, son artificiales: buscan justificar arbitrariamente a un grupo distinto, un grupo que se pretende más avezado que sus ciudadanos.

Quienes no entran en él, y lo desean, lo llaman casta. Pero si ese deseo parte de creerse más competentes técnicamente (que sus adversarios, pero también que la gente común) ya sabemos qué pasará: si triunfan, se convertirán en otra. Y no se pensarán como tal, se considerarán los más preparados, los pocos que merecen estar donde están.

Al principio del 15M publiqué un artículo donde llamaba al movimiento “social y liberal”, generacional y asambleario.[1] Con lo primero quería decir que el mensaje no se dejaba organizar según el eje derecha e izquierda: la crítica al capitalismo financiero era contundente, pero la izquierda no se identifica sin más con la democracia y las libertades. Hoy no diría social y liberal, pero el diagnóstico no era estúpido y sigue permitiendo pensar las nuevas ideas políticas que, conectadas con el 15M, continúan empujando. Lo de generacional era evidente: el rechazo al carácter centrípeto del mundo político (también de los partidos y grupos de oposición) y las terribles barreras que impone a los profanos. La cuestión asamblearia no necesito argumentarla. Como enseñó Hannah Arendt siempre que hay extensión de la vida política hay consejos, asambleas. Lo hubo y los habrá. En La Pnyx, en Budapest y en la Plaza del Palillero.

Las asambleas son lugares muy sensibles: es muy fácil, o bastante fácil, vaciarlas y dominarlas. Diez, organizados, dominan a diez mil. Si no los dominan, los aburren, los echan, tal y como muestra Adriana Razquin. Luego ya pueden decir, con Benjamin Constant, que la libertad de la gente de hoy consiste en ocuparse de las industrias y ocios de cada cual, no en consagrarse a la vida pública. Pero son ellos, cuando surge ese deseo de otra libertad, de una libertad que no tiene cabida en el mundo de los lobbies y los hobbies (que diría Castoriadis), quienes lo impiden. 

Por eso, con buenas razones, se desconfía de las asambleas. Pero sin esa dimensión la cosa quedaría en un nuevo significado político (más allá de la derecha y la izquierda como titulaba uno de sus libros el sociólogo inglés Anthony Giddens) y en una generación que pugna por hacerse un hueco –o gentes que, por razones diversas, quedaron relegados del poder y quieren volver. Subjetivamente quieren, con absoluta sinceridad, sustituir a la casta. Objetivamente van, sin saberlo, a convertirse en otra si triunfan.

El problema no es la casta: el problema es la densificación artificial de la política. Frente a lo cual solo caben procesos de rarefacción. Controlados y razonados: rotación de cargos, desprofesionalización, circulación, todo lo acelerada que se pueda, de la gente que delibera y decide.    

[1] Véase  en el número 12 de la revista Youkali 

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