Con diez años cursaba estudios primarios en el colegio mixto y público Virgen de las Nieves, en Las Gabias, un pueblo de la vega granadina. Digo mixto porque aceptaba niños, niñas y porque había dos patios para dos recreos: el masculino y el femenino. No compartíamos juegos, sólo clases. A la hora de la comida sucedía lo mismo; antílopes en su Gorongoro y gacelas en su Serengeti.
Tenía tres profesores. Uno para historia, geografía y religión: Don Serafín. Otro para matemáticas y ciencias varias: Don Rafael. Y otro para lengua española y lengua francesa: Don Francisco. Mis primeros pinitos en el país del queso oliente fueron con este último. La primera vez que tuve conocimiento de un burro y su dueño que escribía sobre los dos y por los dos, también fue gracias a él. Aunque no son conocimientos con causa literaria lo único que le debo a este profesor. No. Le debo otras causas, o los motivos que acuñaron algunos de mis miedos aún imberbes. Y más cosas, otras cosas…
Don Francisco era un profesor de la vieja escuela, de la vieja guardia y del viejo sistema político. Supongo no estaba muy conforme con la nueva situación educacional y los cambios que desestructuraron la enseñanza y la doctrina que a él había acunado. Fue el más severo de los profesores que me han tocado en suerte, o en desgracia, según se mire… y según quiera un servidor recordar. Pero esta vez es una mezcla de azares, una amalgama de sensaciones encontradas, una ambivalencia tan dura como pura la que me lleva a narrar esta historia.
Porque lo peor que le puede pasar a un maestro severo es encontrarse con un niño cabrón y con pocas ganas de estudiar. Así que día tras día sólo buscaba camaradas becerriles para juegos y otras batallas, no compañeros estudiantiles para aprender lengua extranjera, y mejorar la nuestra. Mis derroteros me convertían en carne de cañón, situándome en el punto de mira del profesorado. Todos los niños temían a Don Francisco. Yo, claro, no era una excepción. Quizás le temiese más que a ningún otro y más que a nadie. Pero no podía frenar las incursiones en los campos de juego minados de travesuras, dando rienda suelta a mi imaginación galopante y tan indócil como el hontanar del que brotaba.
Un viernes por la mañana amaneció nublado. Muy nublado en la calle y muy tormentoso en mi cabeza. Recuerdo con precisos detalles la hora del desayuno. Recuerdo a mi abuela insistiendo en que me acabara el tazón de leche y mi empeño en ennegrecerla con una sobredosis de colacao. Recuerdo estar esperando el transporte escolar y contemplar ese sol vencido por el invierno bañar la vega nazarí. Recuerdo Sierra Nevada, con sus hijos Veleta y Mulhacén, vestidos con las primeras nieves. Recuerdo, mientras escribo, o escribo mientras voy recordando, la hilera de aves posadas en el tendido eléctrico a la espera de otras compañeras para viajar a países con más calores y colores. Recuerdo ese día en especial, porque nunca he dejado de habitarlo. Muchas de mis horas presentes nacen ahí… y mueren cuando me topo con los puntos finales en las páginas que leo, cuando se baja el telón en los interludios de mi vida o cuando a ras de suelo, vuelo hacia mi pretérito a lomos de las canciones que gobiernan mis emociones.
Ese día subí al autocar aterido de frío, buscando calor en el fragor de la batalla y los juegos con el resto de mis compañeros. El “Virgen de las Nieves” distaba poco más de dos kilómetros. A las nueve menos diez ya estábamos formados en fila de a uno para ir entrando en el edificio. Pocos minutos después accedí al aula que más me enseñó, o que más me marcó durante una época, una época extensible hasta hoy. Porque de lo contrario no entiendo que lleve días pensando en la teta y el profesor. Porque la teta fue el premio que obtuve a cambio del castigo al que mi mala cabeza me condujo aquel día que amaneció hibernal, convergió en infernal y acabó en recompensa…
Jugaba en clase y fuera de clase. Como yo, eran muchos los que no seguían las explicaciones sin saber con quién nos la jugábamos en lengua española… Platero pacía plácidamente en las dehesas literarias de Juan Ramón, mientras que nosotros, más borricos que su personaje, pacíamos cual jauría indómita, poniendo a prueba la mala uva, la frágil paciencia del profesor que nos tenía ojeriza. O que me tenía… porque casi siempre recibía yo. No fue una excepción ese día. Y cuánto me alegro.
La pimienta molida descansaba en la palma de mi mano. Y la palma de mi mano, torpe como pocas, recibió mi aliento y mi fuerza. El polvo negro, ceniza cegadora… se posó sobre la vista de un compañero nublándosela. Todo el mundo mundial de la clase vio que había sido Mario. Y no hallé escapatoria ni compañeros que intercedieran por mí. Tampoco lo hubieran hecho con aquel profesor… No éramos valientes, ni valía la pena serlo… pues a cambio, las sacudidas correctoras que arreaba, cuando te sacaba al pasillo, no eran, precisamente, un premio al mal comportamiento.
En la galería; Don Francisco y yo. Yo, muerto de miedo. Él, iracundo. Yo, gimoteando, pensando lo que me esperaba. Él, susurrándome lo que me acontecería.
- Mira niñato, estoy harto de tu comportamiento- Dijo mientras me cogía del cuello, y me lanzaba contra su cara.
Enmudecí. Sabía que además de la lluvia de estrellas que tanto disfrutaba en las noches estivales, existía la lluvia de hostias como panes que repartían en época invernal.Puedo decir que a mí las cosas me pillaron por los pelos. Vamos, al cabo de pocos años no había profesor que pudiera tocar a un niño. Y ese niño, llegado el momento, tampoco haría el servicio militar. Yo sí lo hice, siendo el mío el último reemplazo obligatorio. Seguro: la vida me ha usado de conejillo en su laboratorio de productos alquímicos. Pero eso es otra historia, o muchas… Volemos ahora, recuerdo mediante, a ese pasillo…
Temblaba como una hoja a punto de abandonar el árbol de la vida… adivinaba ese bofetón que me haría temblar la edad.
- Si vuelvo a sacarte al pasillo, te voy a dar de hostias hasta en el DNI.
Y sí, fue cierto… recibí hostias como para varios carnés de identidad. Creo que en la foto de mi primer documento oficial, la palma abierta franciscana sombreaba mi sonrisa.
Sólo hablaba él. Y sólo enmudecía yo.
- Mira, cuando termine la clase, te quedarás limpiando el aula, barriendo pasillos y recogiendo las hojas del patio. Cuando acabes, te llevaré en coche y hablaré con tus padres –añadió-
Mi condena concluyó a las siete de la tarde. La clase como una patena, el pasillo reluciente, el patio, estepario.Cuando cumplí con mis trabajos forzados, fui hasta la sala del profesorado y se lo comuniqué… Sin levantar la vista del libro me comentó que muy bien, que ya sabía a lo que atenerme en días venideros. Que el curso era muy extenso, el invierno se preveía muy crudo y sus manos eran tan diestras como largas. Lo entendí perfectamente, más que ninguna otra de sus magistrales clases.
En su coche me senté en el asiento del acompañante, mientras él acomodaba sus armas de profesor en los asientos traseros. Entonces me anunció que iba a apagar luces, a cerrar la puerta de su despacho y que le esperase, que no tardaba más de cinco minutos. Maldijo por lo bajini, y salió dando un portazo. Al hacerlo, la guantera que había a la altura de mis rodillas se desencajó. Me quedé mirando el interior. Una teta sostenida por una mano. Una mujer desnuda mostraba sus pechos en la primera página de una de las revistas emergentes que plantaban cara a la sociedad sembrando desnudos en sus portadas y recogiendo tempestades religiosas y políticas. Eso lo supe años más tarde. Ese día, a esa hora vespertina, cuando el sol se escondía tras la sierra, amanecía en mi interior. Ojeé nervioso la portada. No le quitaba ojo a la teta desabrigada y ofertada. Esas manos, de uñas decoradas con vivos colores, esa mirada inquisidora, anclada en mí… esos pechos llamando a las puertas de mi pre adolescencia. Me sentí crecer de golpe. El peor castigo se había convertido en el premio jamás soñado. Ahí estaba esa diosa invitándome a leerla. Y la leí hasta memorizarla… Don Francisco emergió entre las sombras y se sentó a mi lado. Sin saber cómo, dejé todo en su sitio. El cofre con mi tesoro, bien enterrado.
A las siete mi padre sustituyó al profesor. Y me dio para el pelo… me dijo que no tenía remedio… que era lo peor y etecés. Le prometí, con los dedos del alma en cruz, que me portaría bien, que lo haría mejor, que, de verdad, todo iba a cambiar. Y cambió. Porque las cosas cuando se tuercen, se pueden torcer más, mucho más.
El sábado transcurrió entre una película de indios malos malísimos y vaqueros buenos buenísimos, una misa y una cena en casa de mis tíos. No recuerdo si los indios presentaron una ardua batalla o si fueron los del séptimo de caballería los que perecieron con las botas puestas mientras maldecían a Toro Sentado y al resto de la familia de roja piel. No acierto a recordar si en la misa, la carta de San Pablo estaba dirigida a esos corintios que nunca he sabido ubicar en un mapa. Tampoco sé en qué consistió la cena, ni cuantos troncos crepitaron llenando de luz calórica las últimas conversaciones del día. No recuerdo el contenido, sí el continente. Pero sin embargo, las tetas de esa mujer, la portada de esa revista, la reivindicación de mi sexo, aún me emocionan a día de hoy, en esta hora, mientras deslizo los dedos por el teclado del portátil.
El lunes siguiente subí en estado catatónico al autobús. Aturdido, pensaba en mi pecaminoso descubrimiento. Dilucidaba si confiar el secreto a alguno de mis amigos o guardarlo para mí. Pensaba cómo conseguir esa revista, cómo hacerla mía, cómo tener esos pechos turgentes en mi mesita de noche, junto a los libros de terror, de los que mi hermano disfrutaba y a mí me aterraban. Urdí un plan. Si todo salía a pedir de teta, cometería mi primer hurto. El maestro no denunciaría su desaparición, pues en esos años nadie alardeaba la tenencia de material erótico. Esto último pude pensar, o no. Quizás simplemente, una vez despierto mi perfil erótico, el delictivo esperaba turno en la sala de espera.
Y en ésas estaba cuando dos filas delante de mí, un niño lanzó una bola de papel a su niña preferida. Quería llamar la atención. Que se volviera, según me contó después, para verle la cara… Él perseguía una cara y yo pretendía unos bustos con los que complacer mi infancia rebelde. Don Francisco se volvió justo a tiempo para ver la trayectoria que seguía el meteorito del amor. Observó, impertérrito, cómo la bola de papel lanzada por un Cupido mal del ala se estrellaba contra la nuca de Nancy. Se le descompuso la cara al profesor. Y acto seguido, su voz tronó reclamando de quién era aquel proyectil papirofléxico.
Sin vacilar, levanté la mano tan alto y con tanta determinación que casi sale disparada de mi cuerpo.
- Yo, don Francisco. Y silencié.
Mi voz no albergaba duda. Así que salvé a ese niño de una tremenda reprimenda. Yo, sin embargo, aún mantenía caliente mi castigo del viernes anterior. Y ya se sabe, castigo sobre castigo, y castigo uno. Y así fue como me convertí en un héroe para el resto de la clase, durante el resto de los días de ese curso que me marcó a tetas y hostias por los siglos de los siglos. La sucesión de los hechos fue idéntica a la anterior… Era un chulito, era un niñato, era un bala perdía, era carne de cañón, era pasto del infortunio, era lo que no era nadie, visto lo visto. Algo debí decirle que lo ablandó y no plasmó su furia sobre el lienzo de mi cara. Lloré lo que no había llorado la vez anterior. Pero no sé si lloré de verdad o de mentira, de alegría o de pena. Y una vez superado el trance, me vi recogiendo hojas como un aspirador de otoños, alineando las mesas y las sillas de todas las clases a la velocidad de la luz. Entonces, me dirigí a su despacho.
- Don Francisco, ya he terminado –defendí con un hilo de voz casi inaudible-
Ocurrió lo previsto según la hoja de ruta delictiva: Me acompañó hasta su coche y después fue a cerrar puertas y secretos. Tenía que esperarle sin hacer ruido, sin tocar nada… A modo de abracadabra, abrí la puerta y la cerré con todo el acopio de fuerzas que fui capaz de reunir. El tremendo golpe hizo que la guantera saliera despedida, descuajaringándose, soltándose de su pequeña bisagra. Contra pronóstico, esta vez la cueva no escupió mi tesoro y sí una lista irrecordable de tesoros menores. De eso me di cuenta después, mientras el profesor profería insultos y me ascendía a los altares del Olimpo de la inutilidad y lindezas semejantes. Pero en ese momento, mi mirada atravesaba la negrura y mi mano buceaba el cofre. Ni rastro de esas manos ofreciendo comida a mis primerizas emociones eróticas. No había ninguna revista. Sólo un diestrísimo ABC, portador de las hostias informativas más grandes que jamás haya conocido este país. Observé aterrado mi destrozo, tras leer en la portada del rotativo que un obispo bautizaba en Madrid al nieto de no sé qué familia real. Pensé que mi carrera de súper héroe había tocado a su fin.
Que nada valía la pena, si no se conseguía, como poco, una teta que alimentara mi deseo y una luna que clareara mis noches de incipiente despertar…
Mario Castillo Ros