Tradicionalmente, y creo que poco ha cambiado en la actualidad, la enseñanza de la asignatura de la literatura se viene haciendo como una prolongación de épocas, en las que sin apenas variación, se suceden generación tras generación. Edad Media, Prerrenacimiento, Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Modernismo, Generación del 98 y el siempre clarificador siglo XX, son unos marbetes tan abstractos que para nada tiene en cuenta un análisis concreto de los escritores circunscriptos en ellos. El método tiene que ser muy bueno cuando curso tras curso los profesores del instituto y los manuales de literatura lo vienen repitiendo inalterablemente, pero sin embargo, a la postre resuelta que es un procedimiento tan deficitario que no alcanza a explicar la peculiaridad de las obras que hoy apreciamos en razón de su calidad literaria. La lista de excepciones cuya singularidad la saca fuera de la época literaria a la que le inscriben sería interminable.
Por ejemplo, de José Martínez Ruiz, Azorín (1873 – 1967), siempre nos han enseñado que es un escritor perteneciente a la Generación del 98, movimiento literario que denuncia la trágica situación y la profunda crisis en la que vivía España tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar Cuba y Filipinas en 1898; así como una intensa búsqueda de lo puramente español materializada en Castilla, y cuyo estilo, sobrio y antirretórico poco a nada tiene que ver con el colorido y la musicalidad del Modernismo, etapa anterior de la que surgen como reacción. Es decir, de Azorín siempre hemos pensado que era un escritor adusto, serio, e incluso un tanto hosco con una gran preocupación por “las palabras tradicionales y terruñeras”, frente a Rubén Darío, un poco más frívolo y díscolo, que cantaba sonatinas para las tristes princesas.
Castilla no es más que la evocación de una ciudad castellana en tres momentos diferente de su historia. A partir de varios relatos, en el que podeos encontrar distintas formas estilísticas, desde el artículo de viaje hasta prosa poética, “El mar”, recreaciones literarias como la de Calisto y Melibea en “Las nubes”, o fruto de la imaginación del autor, “Una flauta en la noche”, vemos como Azorín lo que pretende es aprehender el tiempo que se le escapa y un mundo desaparecido que únicamente se conserva en su memoria. En definitiva Castilla no sólo es una extraordinaria relectura de los clásicos españoles, sino que es la conversión en letra viva de un paisaje, o mejor dicho, la emoción de un paisaje, en el que se nos sirve la posibilidad de tomar el pulso de la vida en las tierras y en las huellas que la historia ha depositado en ellas, y que por una excesiva propensión nuestra a encasillarlo todo, no apreciamos en su completa dimensión los valores literarios y artísticos de una obra ya centenaria.