Castilla

Publicado el 10 octubre 2019 por Rubencastillo

Revisito Castilla, de Azorín, en la edición del profesor Inman Fox (Espasa-Calpe, Madrid, 1997), y, en esta ¿cuarta? lectura debo formular sobre tan famoso libro un juicio más bien ambiguo. Sé que fue un prosista con hallazgos interesantes, que yo he aplaudido (y que supongo que seguiré aplaudiendo en el futuro), pero ahora me ha fatigado su martilleo de frases cortitas, de vuelo algo torpón, como temerosas de desplegarse. Es como si Azorín le tuviera miedo a las oraciones subordinadas, y se creyese obligado a decirlo todo por logaritmos, con frases jaculatorias. Lo suyo son los telegramas con adjetivos. Y por lo que respecta a los temas, ¿pues qué se puede decir? Han quedado (seamos sinceros y reconozcámoslo) totalmente desfasados. Azorín vive preso (aunque él no lo sepa, y sus comentaristas se empeñen en ignorarlo, quizá porque piensan más como filólogos que como lectores) en su circunstancia, que a veces es más ratonera de lo razonable. Mira los trenes, los oficios viejos, las herramientas herrumbrosas, los caminos llenos de polvo, los matojos, los campanarios de las iglesias. Y siempre parece una especie de cateto que se queda deslumbrado y que quiere fijar con el formol de la pluma su infantil y superficial maravilla. Se salvan de la quema “Una ciudad y un balcón”, que es un apunte de prodigiosa belleza; y “Las nubes”, que podría haber sido mejor (hay más jugo en esa naranja del que Azorín extrae), pero que no está mal. Sigo aplaudiendo una frase que ya subrayé en 1999: “El grado de sensibilidad de un pueblo (...) se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido”.