Castilla : toro

Publicado el 14 abril 2010 por Anarod
Prometí viajar con ojos de palurda, pero la memoria (¿la deformación profesinoal-vocacional?) se impuso.
Y recordé a Baroja, claro está. Entre otras cosas, y pese a mis cada vez más preocupantes lapsus memorísticos, aún no me considero amnésica irredimible y, la visión de Castilla de los noventayochistas no era, en absoluto, esencialista. ¡Menudos tipos y espacios recortaron, cada uno a su manera, Azorín, Machado, Unamuno o Baroja.


Sigo con éste, de momento.
Andando por allí, recordé al impar viajero que observaba las simples manías de las gentes, dado que de tales pueden calificarse los “epígrafes callejeros” –otro texto destacable, de título homónimo–, especialmente en su versión más rudimentaria, como lo son las pintadas en paredes y paredones, y no tanto en el cartelismo propiamente dicho o los rótulos comerciales. Como siempre, un dato de la realidad observada, en este caso la insipidez del cartelismo de hacia 1935 –invariablemente limitado a los vivas, abajos y mueras–,
Actualmente todas las paredes de los pueblos de España están llenas de letreros políticos: Viva la U.G.T., la C.N.T., la F.A.I., la F.U.E., la F.E., etc. Dan ganas de sintetizar estas exclamaciones por una que diga: ¡Vivan todas las letras mayúsculas del alfabeto!
le lleva a evocar lo captado en sus largos y/o lejanos años de paseante en corte, con una menuda disección de los rasgos específicos que mostraba el cartelismo de según qué oficios (así, por ejemplo, los pirotécnicos eran los más lacónicos, mientras que los zapateros parecían ser los más fantasiosos) o zonas de la ciudad, y desde luego de los pueblos próximos (Ventas) o de otras poblaciones (Sigüenza, Béjar, Albacete, Haro, Nájera, Vitoria, etc.), sin descuidar determinados espacios, fuesen las fachadas de los ayuntamientos, las tiendas (casquerías, tahonas) u otros locales públicos (tabernas, salones de baile). Es justamente dicho artículo, “Epigrafía callejera”, el que le permite a este impar viajero introducir una irónica reflexión sobre su “oficio”, dado que “hablar de los rótulos antiguos que se veían en las paredes y en las muestras [... constituye una labor de escritor costumbrista, muy próxima al lugar común literario”. Pero el narrador no tiene prejuicios a la hora de reconocerse “hombre un poco intoxicado por el costumbrismo”.

Llegué a Toro un poco cansada: del frío, del viento, de las inclemencias...
Para mi sorpresa, sin embargo, me encontré con un espacio abierto: Coleaban aún los acompañantes de la procesión diurna y... la Plaza Mayor bullía...

Paseé por allí.
Paseé animada por la bienvenida de un toldo que me anunciaba "Bodega El Pillo", así sin más.
Después vendrían otros reclamos: "Heladería El Gustazo", "Alimentación Anatolio" (muy vilamatiano éste, por cierto)... y más.
Sin embargo, lo que más me conmovió de Toro fue entrar en la ciudad por una calle que se seguía llamando "El canto de los arrieros".
Me detuve ahí, claro.
Y sí, luego visité la Colegiata de Santa María.
Y almorcé en el refinado restaurante de "La viuda rica".
Pero...

puestos a seguir siendo enigmáticos...
¿Qué hay del Cine Imperio?
¿Y de las Caballerizas del Conde?
¿Y de la Posada (Real) Rejonera?
Seguiré... palurdamente.