Castillos de arena

Publicado el 28 noviembre 2016 por Benjamín Recacha García @brecacha
Foto: Benjamín Recacha

Lola vuelve a colocar el pequeño cubo boca abajo sobre la arena mojada de la orilla y lo golpea con la pala. «Ahora seguro que me sale», se dice. Pone sus manitas a los lados y empieza a levantarlo, con mucho cuidado, mientras se muerde la lengua con los labios, como hace siempre que algo requiere de su máxima concentración.

En su lento ascenso, el recipiente de plástico va descubriendo una (en apariencia) sólida torre de arena, que contrasta con los fracasados proyectos que la rodean.

—¡Sí, esta sí que se aguanta! —celebra la niña, cuya cara es la viva expresión del éxito— ¡Mira, mamá! ¡Lo he conseguido!

Irene levanta la vista del libro que está leyendo instalada en una silla plegable, a pocos metros de la orilla.

—Muy bien, pitufa. Estás hecha toda una ingeniera.

La sonrisa de su madre es toda la recompensa que Lola desea. Ella también sonríe, orgullosa por su hazaña constructiva, pero sobre todo por ver la alegría reflejada en el rostro de la mujer que configura su mundo. A los cinco años prácticamente le queda todo por descubrir, aunque hay cosas que ya sabe, como que no quiere ver triste a mamá nunca más.

—Pues ahora voy a hacer un castillo impresionante. Ya verás.

—Claro que sí. Si es tan impresionante, igual hasta podemos vivir en él.

La niña se la queda mirando, divertida. Se imagina cogida de la mano de su madre recorriendo el castillo de arena. Todo para ellas solas, sin hombres malos que las molesten. Sin nadie que las haga llorar. Le gusta, pero aunque sólo tiene cinco años, sabe que mamá está bromeando.

—Qué dices. Para hacer un castillo así necesitaría un cubo gigante. —Durante un par de segundos baraja la idea—. Uf, no sé si podría darle la vuelta… —Finalmente, lo descarta—. Ay, mamá, me parece que tú no serías muy buena “enginera”.

Las palabras de Lola hacen reír a Irene, y la sonrisa continúa ahí cuando la ve correteando por la orilla, jugando a mantener los piececitos fuera del alcance de unas olas tan suaves que parecen acariciar la arena.

Madre e hija disfrutan a diario del agradable atardecer playero. A esa hora en la coqueta cala reina la calma. Irene evita los momentos de mayor afluencia de turistas. Todavía no está preparada para las aglomeraciones.

Una gaviota sobrevuela la línea de la costa, ajena a los dramas humanos. La mujer la observa y le viene a la memoria el recurrente sueño que la persigue desde que tomó la decisión, y que tanto desasosiego le deja cuando despierta a punto de estrellarse contra el suelo.

No había vuelto a soñar que volaba desde que era niña, pero lo hizo la noche siguiente a su marcha del infierno en que se había convertido su trabajo, y después, muchas más. Mientras planeaba muy por encima de los edificios, los campos, incluso las montañas, se sentía libre como no lo había sido nunca… Hasta que los brazos dejaban de funcionar como alas. La sensación de impotencia y de terror ante el choque inminente contra el suelo era horrible.

La gaviota, en cambio, nunca caía. «Cómo debe ser sentir la seguridad de que has tomado el camino correcto, de que nada ni nadie tienen el poder de dañarte». Irene duda, lo hace continuamente. De lo único que está segura es que no va a permitir que su hija sufra más. Y cada vez que despierta con la respiración agitada, palpándose el cuerpo para asegurarse de que sigue entera, recuerda las lágrimas de Lola, impotente por no poder hacer nada para desalojar el llanto que acompañaba a su madre cada noche, al llegar a casa tras otra jornada de humillación laboral.

—¡Mira qué avión, mamá! ¡Está muy cerca!

La excitación de Lola devuelve a Irene al cálido atardecer de tonos azules y naranjas. Vuelve a sentir la caricia del sol poniente, que contrasta con la fresca brisa marina, y vuelve a ser consciente de que en ese momento está a gusto. La sonrisa de su hija, que tanto se esmera por verla contenta, acaba por desterrar los recuerdos insidiosos.

«Claro que hiciste lo correcto. ¿Qué otra cosa podías hacer? ¿Continuar agachando la cabeza ante las broncas, las burlas, las insinuaciones, el chantaje? ¿Perpetuar la sumisión, como hiciste durante años con aquel desgraciado? Menos mal que se largó… Ahora me doy cuenta de lo estúpida que fui por aguantar tanto».

Y aunque cada nueva jornada superada es un paso más hacia la conquista del control de su vida, Irene sigue preguntándose cómo fue capaz de grabar las conversaciones con su jefe en la oficina; cómo lo hizo sin ser descubierta, y de dónde sacó el valor para denunciar la situación. Todavía tiembla al recordar aquellos días, al repetir los sentimientos encontrados que tuvo que superar para vencer al pudor de saberse observada, de que aquellas palabras las escucharan otros.

Tiembla al recordar cómo hizo la maleta y tomó a Lola de la mano. «Nos vamos de vacaciones», le anunció, aún con el corazón latiéndole a mil por hora.

Y es que algo en su interior, una fuerza que ignoraba poseer, le había estado insistiendo que no era suficiente con la denuncia. El depósito del sufrimiento se había desbordado. «Ya verás cómo a ese cabrón no le pasa nada. Se merece un escarmiento».

Todavía tiembla al recordar cómo roció el flamante deportivo de gasolina, segura de que la pillarían antes de llevar a cabo su “adolescente” venganza, pero no lo hicieron, y cuando rememora el momento en que el coche prendió en llamas, se le ilumina la cara, tanto como lo hizo entonces por el reflejo del fuego reparador.

—Pitufa, va, que te ayudo a construir el castillo.