Me estrené con Almudena Grandes con Las edades de Lulú y disfruté muchísimo con Inés y la alegría. El otro día en la biblioteca pensé que ya era hora de volver a leer algo de esta autora que, hasta ahora, tanto me ha gustado. El único libro que había disponible era Castillos de cartón. Me ha durado dos tardes de piscina y ha sido una refrescante compañía.
Aunque, pensándolo bien, más que refrescar lo que hace esta historia es subir la temperatura. Mucho. María José Sánchez, Jose para los amigos, es una tasadora de arte. Su vida es normal, hasta que recibe una llamada de Jaime González, un antiguo amigo, que le dice que un amigo de ambos, el famosísimo pintor Marcos Molina Schulz se ha suicidado.
Pero esto no es lo importante de la novela. No importa el presente ni por qué se ha suicidado Marcos. Lo importante es el pasado, lo que ocurrió en 1984, cuando Jose, Jaime y Marcos eran compañeros de clase en la facultad de Bellas Artes y los tres soñaban con ser pintores famosos, con alcanzar el éxito y dedicar toda su vida, todos sus días a la pintura.
Sin embargo, pintar no es lo único que hacen juntos. A sus veinte años, prefieren beber, fumar porros, divertirse, reír, olvidarse de todo y de todos, aislarse del mundo y encerrarse en casa de Jaime, en su habitación, en su cama.
Eso es lo único que existe para ellos, una cama y ellos tres. Eso es el mundo. La vida. Esa historia de amor torrencial, apasionada, angustiosa, imposible, excesiva. Saben que lo que hacen no está bien, pero no les importa. Como tampoco les importa lo que puedan pensar los demás. Ellos no se exhiben, pero tampoco se ocultan. No tienen de qué avergonzarse. Son felices, mucho, y eso es lo único que de verdad importa.
Y así, juntos, solos, irán descubriendo y explorando todo lo que les hace sentir el arte, el sexo, el amor y la muerte. Cada uno a su manera. Porque los tres son uno, pero no son iguales. Son distintos, diferentes, y lo saben.
Jose es alguien a quien no le gusta pensar, hacerse preguntas o analizar su vida o la de los demás. Prefiere dejarse llevar, sentir, vivir. Por eso, por más que lo intenta, no consigue sentirse culpable aunque sepa que ese trío no está bien. Dos novios. Eso no es lo correcto, lo normal. Pero le da igual. Ella les quiere a los dos igual, aunque no esté enamorada de los dos. Les necesita a los dos, y ellos le necesitan a ella. Y lo sabe, como también lo saben ellos.
Jaime es el líder, el que siempre lleva la voz cantante, el que siempre dirige todo y a todos. Está muy seguro de sí mismo, de su cuerpo, de su forma de ver la vida, de su talento para pintar. Y de que Jose le quiere, le necesita y está enamorada de ella. Se siente mejor que Marcos, superior a él, y lo demuestra siempre que puede.
Marcos es inseguro, tímido, débil. Nunca ha tenido ganas de vivir. Le ha faltado amor, seguridad, apoyo, ayuda. Y ahora la ha encontrado, en Jose, pero no en Jaime, y eso no es suficiente. Vuelve a sentirse solo, humillado, rechazado. Cree en su talento, sabe que llegará a ser un gran pintor. Pero no cree en sí mismo, en él como persona, como alguien capaz de dar lo mejor de sí mismo y de recibir lo mismo. Amor, cariño, entrega. Y no sólo caricias, besos o sexo.
Pero nada es eterno, nada dura para siempre, aunque en el momento lo parezca. La felicidad, la pasión, el amor, la alegría, el sexo, todo se acaba. Y ellos lo saben. Siempre lo han sabido. Pero nunca han querido reconocerlo ni asumirlo. Nunca han querido, o no han sabido hacerle frente.
Y ellos mismos rompieron su felicidad, intensa y verdadera. No se acabó, no se estropeó, no cambió. Simplemente se rompió. Por ellos, por sus celos, por su culpa. Sabían que algún día pasaría. Sabían que vivían encerrados en castillos de cartón que algún día se romperían. Pero no así.