La nostalgia es tan afilada como la navaja de un asesino: te raja certeramente el alma para ir desangrando gota a gota la memoria hasta dejarla seca.
Sé que a ti también te pasa. A veces, al acostarte solitariamente en tu cama te preguntas a dónde fueron las caricias que regalaste, a dónde fue aquella ternura que dejó preso tu corazón en el de otra persona, a dónde fueron los besos que entregaste a labios llenos, a dónde fue aquel deseo que te hacía sentir furiosamente vivo.
Y te miras los dedos vacíos de saliva ajena, el pecho carente de mimos, el sexo yermo aguardando la batalla y las palmas de las manos esperando un cabello al que mesar, y no comprendes qué es lo que hiciste mal para que no te estén amando de verdad en ese preciso instante.
Gota a gota, la memoria reaviva en ti recuerdos que creías olvidados pero que permanecen en el fondo de tu cerebro porque te hicieron sentir maravillosamente bien: olores inconfundibles, texturas únicas y sabores irrepetibles, risas absurdas e incontenibles, conversaciones intrascendentes piel a piel, lametones furtivos, masajes espontáneos, noches en vela mirándola dormir aferrada a tu brazo como si fuera una niña… y qué hermoso. Qué hermoso vuelves a sentirlo todo en esa extraña mezcla de pena y de alegría que da la madurez de haber superado las angustias, de haber dejado marchar a quien se tenía que ir o de haber sabido decidir a tiempo que ya era suficiente la patraña de lo que no se sostenía ni apuntalado.
Sin embargo, echas de menos. Claro que echas de menos. Echas de menos porque fuiste tan feliz como no te podías imaginar, y te daba lo mismo que estuviera todo edificado sobre mentiras, sobre barro, sobre frágiles esquirlas de cristal que acabaron clavándose en la yugular. En ese momento no lo pensabas y te dejabas llevar, que es lo más cerca de sentirte vivo que podías estar. Y qué bien…
Todo eso viaja contigo. Es tu equipaje de mano. No necesita ser facturado en los aviones porque te acompaña como una cicatriz que has de acariciarte de vez en cuando para no volver a caer en los mismos errores, en los mismos problemas o en ese tremendo vacío que, quien se va, deja en el alma, en la cama y en el corazón.
Eres tú quien siempre se queda. Tú con tu nostalgia, con tu prudente forma de respetar las decisiones ajenas aun cuando te afecten de forma directa, con tu “soledad sonora”, con tu impertérrita sonrisa de payaso triste: esa que se te forma cada vez que te parten el corazón y sabes que no merece siquiera la pena reprochar la falta de delicadeza.
Sin embargo y, pese a todo lo sucedido, aunque a veces la nostalgia reavive las noches de cuchillos largos y te asalte con la punta de su afilada navaja, en el fondo sabes que es mejor estar sólo que mal acompañado, y que ya llegará la persona adecuada que te haga vibrar nuevamente sin dejar que tu cabeza piense que puede ser mentira otra vez. Ya no te valen las prisas ni los “tequieros” de saldo, porque sobradamente sabes que tan pronto llegan como se marchan.
Así que, con la parsimonia que otorga la distancia al frente de batalla, y la paz alojada en los recovecos de los suspiros, hoy alzo mi copa por todo lo vivido y brindo por haberle sabido sacar lo bueno a toda esa melancolía que dejan las ausencias.
Mi pecho sigue esperando cada noche de cada día las caricias que le deben, y mi corazón está sano de nuevo, aguardando a vivir grandes cosas sobre las que edificar nuevos recuerdos, aun a riesgo de comprobar con el paso del tiempo que eran simples castillos en el aire…
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