La imagen recoge la reacción del servicio secreto en los segundos posteriores al intento de asesinato de Ronald Reegan en 1981. (Foto: Biblioteca Presidencial de EEUU)
A los agentes secretos que protegen a Obama les han leído la cartilla como si formaran parte de una excursión de adolescentes ebrios en viaje de estudios por Salou. Se lo merecen. Les habían avisado después de dos sucedidos que habían saltado a las páginas de los periódicos, pero las advertencias tuvieron menos audiencia que futuro la prensa de papel. Los antecedentes eran conocidos. En Cartagena de Indias (Colombia) el numerito lo montaron al menos una docena de especialistas en seguridad con varias profesionales del sexo (strippers según el duelo del local de origen), y en Miami (Estados Unidos), como se supo después, detuvieron a dos de los primeros en un control de alcoholemia después de protagonizar un curioso accidente de circulación. Aquí no hay referencias a la participación de ningún otro profesional de ningún tipo.
El episodio colombiano destapó que en la gira por Brasil, Chile y El Salvador y, especialmente en este último, la hostelería local estaba más que satisfecha con la fidelidad demostrada por estos hombres y la patronal de los clubes de alterne tenía ya decidido su premio anual y hasta elegida la delegación para hacer la entrega en Washington. ¡Qué lejos esta conducta impropia de la dedicación extrema de Frank Horrigan, aquel agente encarnado por Clint Eastwood que acabó llevándose un balazo en el final de En la línea de fuego, una película que se llamó en inglés In the line of fire, vamos, lo mismo. Aunque bien pensado, creo que Horrigan también bebía, aunque fuera para olvidar el asesinato de Kennedy que no pudo evitar. Pero, bueno esto es otra historia. Sin preocuparse por estos antecedentes, decía, salieron los americanos que actuaban de avanzadilla a tomarse unas copas por Amsterdam (Países Bajos) y una cosa lleva a la otra, la noche se alargó allí, en el corazón de la Europa protestante, mientras esperaban al presidente, de forma que a uno de ellos, ya al amanecer, se lo encontraron inconsciente en los pasillos del hotel, como se dice en estos casos, con claros síntomas de embriaguez.
El Washington Post, que está empeñado en contar todo esto, tiene cada día más razones para no tragarse que los capítulos de esta historia son episodios inconexos, como mantenían los portavoces oficiales. Así que después de algún despido, unas jubilaciones anticipadas y varias reasignaciones de puestos, se ha dictado una norma muy apropiada para gente que viaja con cepillo de dientes y armas automáticas: No se bebe, ni se conoce a gente nueva en las 12 horas previas a la incorporación al trabajo ni en las 24 anteriores a la llegada de Obama a donde sea.
Me pregunto qué pensaría Abraham Lincoln de todo esto. Fue el presidente que, además de poner la cara en los billetes de cinco dólares, creó el Servicio Secreto en 1865, aunque fue precisamente para investigar a los falsificadores de moneda. Luego, como en Amsterdam, una cosa llevó a la otra. Hoy son 3.200 agentes secretos; 1.300 menos secretos, porque llevan uniforme, y 2.000 funcionarios dedicados a tareas técnicas y administrativas que se visten como quieren, pero siempre de acuerdo con unas normas que se relajan los viernes con el casual Friday. Cosas de yanquis.