Tecleo esto con profunda tristeza entre disparos de pelotas de goma, barricadas ardiendo, mucho humo, vallas y piedras que vuelan, cargas policiales, gente que grita, vecinos que lanzan agua desde su balcones, gases lacrimógenos y gas pimienta, periodistas trabajando con cascos de protección, calles cortadas y arrasadas, antidisturbios desbordados, decenas de heridos, algunos muy graves. Veo una inmensa retaguardia de gente con ganas de reventarlo todo. A lo bestia. Quinta noche de disturbios que promete ser la más larga y violenta.
No es Gaza o Siria. Es Barcelona, Cataluña, España, Europa. Escribo viendo en la tele la tremenda batalla campal en la Vía Laietana de la capital catalana que está completamente tomada este viernes por grupos de radicales muy organizados y convertida en zona de guerra. Muy triste todo. En cualquier momento podemos tener uno o varios muertos encima de la mesa acompañados de la activación de la Ley de Seguridad Nacional, o del artículo 155, o de un estado de excepción al que nadie quiere llegar. Todo depende de cómo evolucione para mal este desmadre colectivo.
No me preocupan los cientos de miles de ciudadanos que se manifiestan pacíficamente estos días contra la sentencia del Supremo porque están en su derecho y no han recurrido a la violencia. Tampoco me preocupan los cobardes de Torra, el fugado Puigdemont o los políticos presos –esos cínicos que los días pares agitan las calles y los impares ruegan que no haya violencia– porque todos son prescindibles y sustituibles. Y pronto caerán.
Los que realmente me preocupan son los que están tirando las piedras, los jóvenes y no tan jóvenes que están delinquiendo a pie de calle, los que están ejecutando con máxima gravedad y crudeza lo que se planifica, jalea o protege desde los altos despachos. Me refiero a ese par de generaciones de catalanes teledirigidas en el odio permanente a España. Esos cientos de miles de catalanes que han perdido el norte, el sur, el este y el lejano oeste.
Fotos: Cuerpo Nacional de Policía, Albert Garcia y Óscar Corral (El País) y Pau Barena (AFP)
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