A grandes rasgos, sabemos que durante los siglos de la Edad Media en que se formó España (Spanie, Hispania, Yspanie, Spanna, Espanya), a partir de reinos independientes entre sí (Castilla y León, Navarra, Aragón, Portugal), Cataluña era un condado, junto al de Aragón, creado a partir de la desintegración del imperio carolingio, que Borrell II (947-992) englobó en una sola entidad territorial. Esos condados catalanes pasaron a formar parte de la corona de Aragón por la unión dinástica de la hija del rey de Aragón con el conde de Barcelona. Toda esta pluralidad de reinos fue consolidándose fundamentalmente gracias a la reconquista del imperio musulmán que ocupaba gran parte de la península. Una “reconquista” que duró ocho siglos y no creó la unidad de España, sino una diversidad de reinos cristianos, hasta 1492, que mantenían divisiones y diferencias a menudo graves. Es con la unión de Castilla y Aragón, como consecuencia del matrimonio entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (los Reyes Católicos), cuando en 1479 se constituye lo que llamamos España como nación, una unidad monárquica y territorial.
Desde el punto de vista legal, el “conflicto” catalán parece una entelequia para un lego en derecho como el que suscribe estas líneas. La Constitución española garantiza la indisoluble unidad de la Nación española, reconociendo al mismo tiempo el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran. En la Constitución, unidad y autonomía son dos conceptos complementarios, máxime cuando otro artículo de la Carta Magna señala que la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan todos los poderes del Estado. La soberanía es, pues, única e indivisible, sin exclusiones ni fragmentaciones, como la Nación. No existe una soberanía catalana, ni vasca ni andaluza, que pueda decidir sin contar con la totalidad del pueblo español, sino siempre como integrante del mismo. De ahí la inviabilidad legal de organizar un plebiscito en el que sólo los catalanes puedan decidir si se independizan de España o continúan formando parte de ella. No obstante, sé que las leyes se interpretan y en última instancia se modifican. Que una diferencia esencial en un Estado democrático de Derecho es saber distinguir entre legalidad y legitimidad. La primera pertenece al orden del derecho positivo y sus normas tienen fuerza de ley (de obligado cumplimiento), mientras que la segunda forma parte del orden de la política y de la ética pública (genera responsabilidad política o ética). Es decir, se puede tener legitimidad para cambiar la ley, pero desde la legalidad y el respeto a las normas jurídicamente establecidas. Asusta, en este sentido, el desprecio que los impulsores de la independencia en Cataluña hacen del Estado de Derecho, del ordenamiento legal y de la propia Constitución. Promueven conscientemente la subversión de la norma jurídica y la utilización sin tapujos del fraude de ley. Dicen actuar de forma democrática para atentar contra la democracia que posibilita el Estado de las Autonomías y las instituciones desde las que gobiernan aquella la Comunidad. Algún experto constitucionalista podría aclararnos estas dudas acerca de la “legitimidad” de aspirar a la secesión de una parte significativa, pero no mayoritaria, de los ciudadanos catalanes y la “legalidad” de las vías utilizadas para conseguirla.
He de reconocer que faltan explicaciones que aclaren todos estos aspectos que, estoy seguro, los expertos tienen perfectamente dilucidados. Sobran apelaciones a las emociones y sentimientos patrioteros y faltan argumentos objetivos y racionales. Es mucho lo que nos jugamos todos, no solo los catalanes, con el reto independentista como para no exigir las aclaraciones que los políticos nos ocultan o niegan. Yo también tengo “derecho” a decidir en esta cuestión, pero con conocimiento de causa.