Para empezar, septiembre y octubre brindan ocasiones para la demostración de las respectivas convicciones graníticas y la inmovilidad estoica de sus posiciones, a pesar de las reiteradas apelaciones al diálogo que ambas partes se desgañitan en reclamar ante cualquier micrófono o tribuna. El pistoletazo de salida lo ha dado el juicio en Bruselas contra el juez Llanera a raíz de la querella presentada en aquel país por el expresidente Carles Puigdemont, huido tras proclamar y dejar en suspenso la República catalana, dejando a todos boquiabiertos: a los de su banda, por quedarse corto; a los de la contraria, por ir demasiado lejos. Desde el exilio, el querellando aguarda con impaciencia el veredicto. Si pierde, lo blandirá desde el victimismo con el que reafirma su obcecación, pero si gana alardeará de que la razón que le niega el Gobierno español es reconocida fuera de nuestras fronteras.
Entre tanto, el molt honorable presidente de Cataluña, Quim Torra, marioneta presidencial cuyos hilos maneja el huido Puigdemont, continúa lanzando mensajes de radicalidad retórica contra el Estado, la Justicia, la Democracia española, la Constitución y toda la legalidad del país, mientras sigue sin gobernar su Comunidad Autónoma, mantiene sin actividad el Parlament regional y visita cuantos balcones y teatros le ofrezcan, orlados de simbología amarillenta, para lanzar sus soflamas. Sigue, erre que erre, asegurando que en España hay presos políticos, no políticos presos por violar la ley; que la democracia es bananera cuando es esa democracia la que le permite ser presidente de una Autonomía; que la Justicia no es un poder independiente pero pide al Gobierno que la instrumentalice para poner en libertad a “sus” políticos presos; que su lealtad es con el mandato del “referéndum” de octubre pasado cuando aquella patochada, celebrada sin censo ni control, no fue legal ni estuvo validada por ningún organismo internacional; y que el Rey no es bien recibido en Cataluña a pesar de ser el Jefe de Estado de una monarquía que hunde sus raíces en los viejos reinos feudales, incluidos sus condados y señoríos, de lo que más tarde sería España, hoy un Estado Social y Democrático de Derecho, homologable a cualquier democracia occidental y de nuestro entorno europeo. Le pese a quien le pese.
La otra fecha disponible para calentar el ambiente es la del aniversario de las leyes de ruptura, los días 6 y 7 de septiembre, cuando el Parlament aprobó, hace un año, la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad Jurídica, que sirvieron para convocar el referéndum del 1 de octubre y proclamar la república el 27 del mismo mes. Ambas leyes, inmediatamente declaradas ilegales por el Tribunal Constitucional, constituyen el punto de no retorno en la ruta de desobediencia del movimiento secesionista y en la ruptura y desconexión con la legalidad vigente. Salvo los independentistas, todo el espectro político del país consideró aquellas leyes como “un golpe a la democracia” por subvertir la legalidad constitucional mediante leyes que ignoraban y violaban los propios procedimientos legales y constitucionales. De hecho, los letrados de la Cámara catalana y el Consejo de Garantías Estatutarias ya habían advertido, respectivamente, de las irregularidades e ilegalidades que se cometían con ellas. De nada sirvió. Cegados con el espejismo de la independencia, los parlamentarios de Junts pel Sí, con la connivencia de la presidenta del Parlament (Carme Forcadell, todavía en prisión), forzaron la aprobación de unas leyes que sabían representaban un ataque directo y frontal al Estado constitucional español. Es de esperar, por tanto, que la efeméride de un acontecimiento inútil, pero de tanta repercusión emocional y simbólica para el independentismo, no se deje pasar por alto por los profesionales que enardecen a quienes quieren oírlos con mensajes victimarios, aunque falsos, que tan rentables resultan a todo nacionalismo, sea independentista o no. En puridad, es lo que hizo el presidente catalán, no en el Parlament ni desde su despacho de la Generalitat, sino desde un teatro reservado exclusivamente para sus fieles. Actuó como un político que se dirige a sus partidarios, no como el gobernante que habla a toda la ciudadanía catalana, a la que más de la mitad desoye, ignora y desprecia.
Pero la única fecha que en verdad hubiera tenido trascendencia, si el propio independentismo no hubiera sentido el vértigo de cambiar la historia, sería la del 27 de octubre, día en que el Parlamento catalán declara la independencia de una Cataluña convertida en república. Prefirió la farsa. Previamente, el 10 de octubre, el presidente de la Generalitat promulgaba en un discurso, dando por válido el referéndum ilegal, la proclamación de una independencia que dejaba en suspenso hasta que se produjera un diálogo con el Gobierno de España para que la aceptase. El Gobierno respondía con la aplicación del Artículo 151 que, con objeto de restablecer la legalidad constitucional quebrantada en aquella Comunidad Autónoma, destituía al gobierno catalán y asumía por delegación el control de la Generalitat. El resto ya se conoce: Puigdemont y varios consejeros se fugan de la Justicia y diez políticos del procés, junto a los líderes de las asociaciones Omniun y ANC, van a dar con sus huesos a la cárcel, donde continúan.