Parapetado tras la legalidad, el Gobierno hizo todo lo posible, jurídica y policialmente, por impedir el simulacro de consulta, con resultado desigual, y desbaratar los planes de la Generalitatde crear una legalidad autóctona que derogaba y sustituía a la constitucional y amparaba sus iniciativas rupturistas con el Estado. La confiscación de las papeletas y material impreso y demás actuaciones policiales por desarticular logísticamente la realización del referéndum, en paralelo a la ofensiva judicial contra los responsables y colaboradores de la consulta (imputaciones a funcionarios, consejeros, alcaldes y particulares dispuestos a participar en su organización), no impidieron totalmente que ésta se celebrase en medio de una situación excepcional de mucha tensión, en la que el uso de la fuerza fue necesario para cerrar algunos locales públicos utilizados para la consulta, levantar barricadas instaladas por los simpatizantes de los independentistas (tractores, barreras humanas, etc.) y suplir la inacción de la policía autónoma, los Mossos d´Esquadra, que hizo dejación para cumplir la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de impedir la apertura de los centros electorales.
Nada más cerrarse los colegios electorales, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, declaró a través de la televisión que el Estado había hecho fracasar el proceso, haciendo prevalecer la democracia y el respeto a la ley. Brindó diálogo dentro la ley y en el marco del Estado de Derecho para restablecer la normalidad institucional y la convivencia. Al poco, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, hizo lo propio para afirmar lo contrario: que el referéndum había sido un éxito, a pesar de la brutalidad policial, y que, respetando la voluntad expresada en las urnas, pondría en marcha próximamente la ley del referéndum para que el Parlament declare unilateralmente la independencia de Cataluña.
Consumado el desafío y el enfrentamiento visceral, queda la política, queda la pedagogía social y política para encauzar el conflicto por vía del diálogo y la negociación tendentes a articular una solución definitiva, que nunca satisfará por completo a las partes, al problema territorial de un país que engloba sentimientos encontrados pero también un vínculo cultural e histórico compartido. Hay que restablecer puentes basados en la confianza y la lealtad institucional, con respeto democrático a la ley y al marco de un Estado de Derecho constitucional, que den respuesta a las inquietudes de muchos catalanes, incluyendo a esa mayoría, la que ha sido ignorada hasta ayer, que no es independentista, ni violenta, ni sectaria. Probablemente, ni Rajoy ni Puigdemont podrán ser interlocutores válidos para entablar este diálogo con obligación de entendimiento y de alcanzar acuerdos, pero, si verdaderamente confían en la democracia y en las leyes como dicen, deberán dar paso a las personas capaces de restablecer la convivencia entre todos los españoles y de luchar por la libertad y el bienestar, no solo de Cataluña, sino del conjunto de la población, atendiendo a las demandas y necesidades de unos y otros.